Se acabó el verano. El viento arrastra las hojas secas por unas calles vacías del bullicio de apenas unos días atrás.
Bueno, yo me fui hace tanto ya que me parece algo del año pasado.
Cuando me toca marcharme, siempre me pregunto cuánto hay de angustia post vacacional en esa impepinable zozobra que me roba el sueño y la calma durante los días precedentes a la partida. No, no es solo el amargo fin de las vacaciones, hay más:
Por un lado, la migransiedad ocupa un indiscutible y gigantesco puesto número uno.
También influye una despiadada transición al otoño: en apenas unas horas, paso de un calor aplastante, grillos y piscina (al aire libre, ¡qué pregunta!) a los charcos y la imposibilidad de incluso adivinar la existencia del sol; es una caída libre de unos 15 grados.
Además, claro está, se le suma el, diría, universal trauma post vacacional.
Pero para terminar, y no menos importante: los calendarios escolares que me afectan sufren una molestísima des-sincronía. En Dinamarca, los colegios reabren sus puertas a principios de agosto, lo que nos obliga a dejar la fiesta cuando apenas acaba de empezar: el calor no ha alcanzado sus máximas y el bullicio de los veraneantes apenas ha dado las primeras notas del concierto estacional, de manera que me siento un poco como Cenicienta.
Menos mal que ya queda menos para el próximo verano.