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Migransiedad


Escribo estas líneas desde el aterrador bamboleo del avión. Desde ahora volaré sólo en globo, para poder apearme cuando me arrastre el miedo o la pena.

Esto fue lo que escribí, desde aquella mesa privilegiada, precipitada a las montañas:


Se aproxima el día del retorno, el final de este simulacro estivo-anual de vivir (de verdad) en mi ¿tierra?

Este verano, las circunstancias me han prestado una longevidad inusual del estado ilusorio. Un periodo que me ha dejado, una vez más, unas postales mentales maravillosas y, cómo no, descubrimientos insospechados.

Cada descolocar el orden otorgado por la rutina trae de regalo esos valiosísimos hallazgos. A la postre, la rutina no deja de ser prima de la pereza: porque cuando se agita el orden, la comodidad de lo repetido, lo anticipado, lo programado, no hay más remedio que hacer abdominales cerebrales. Y eso está bien: descolocar está bien: se aprende.


Esta perdurabilidad insuitada de mi paso por tierras ibéricas me ha proporcionado una evidencia con la que no contaba: que la duración de la visita, sea cual sea, no erradica el mal de la separación. Ni siquiera con los billetes para la próxima ya en mano.

Ese sentimiento crónico de transitoriedad, ha despertado picos de angustia de separación cada vez que le he dicho a alguien: hasta la próxima, pero además de los ataques más intensos, la sombra pesadumbrosa de esa ansiedad sorda no ha dejado de planear sobre mí y ha impregnado mi estancia de un regusto metálico que, a ratos, ha parecido incluso alterar el cuadro cromático de la realidad, como cuando se amarillea una película para imprimirle sordidez a la atmósfera.

Sé que es difícil de entender, y que la migransiedad va más allá del sentido común , que abarca poco más que a dictar: Cuando quieras, vuelves (mentira: todo el mundo es prisionero de su realidad); Si vivieras aquí no verías a tanta gente o no quedaríamos si vivieras aquí, porque es la urgencia de tu agenda migrante lo que nos obliga a encontrar una fecha, echarías de menos Dinamarca (esto me lo digo yo misma), te hartarías de lo que no te gusta (esto también me lo digo yo) etc. Todo muy verdad, pero la migransiedad va más allá, entramos en nivel cuántico.


Claro, no se limita a las personas, con las que puedes intercambiar cariñito de muchas otras maneras: la geonostalgia también es determinante. (Desde el avión os digo que esta noche apenas he pegado ojo, mi cerebro me ha estado despertando para oír el concierto grillil, como diciendo: que esto se acaba hoy, ¿cómo puedes dormir mientras tienes la valiosa oportunidad de escucharlo?)

Cierto es que a esta ansiedad hay que añadir el común mal posvacacional: son difíciles de disociar, porque el retorno al neopaís va casi siempre acompañado del final del verano (o las vacaciones.)

Este amor no es ciertamente patrio, amaría este paisaje aunque fuese marciano (con perdón planetario, ya quisiera Marte), pero algo pesa que las raíces de los árboles que crecen en estas laderas, en algún momento se han bebido el agua que llovió en mi adolescencia.


Yo pensaba que pasar un mes y medio calmaría mi sed de retorno, pero sólo ha evidenciado el poco remedio que tiene mi mal. Y no porque esté mal mi neopaís; nada de eso: en él conozco a personas maravillosas, admiro aspectos de su realidad, comparto muchos de los valores aceptados en el discurso colectivo. No, no es que esté mal en ningún lugar. Es simple y pura migransiedad (posvacacional, vale).


(Y desde aquí os digo también: La constelación de Escorpio y con ella, Saturno, se han precipitado bajo el horizonte nocturno. El Carro de la Osa Mayor está descolocado. No quise seguir mirando desastres estelares. Ahora si que estoy desorientada. O perdida.)


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