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El valle inquietante


Hacía casi veinte años que no pasaba tantos días sin pisar mi casa, la de antes. El primer verano en tanto tiempo sin ver el cielo de ese azul intenso que da la cercanía del ecuador.

Cada uno de esos días que han pasado me han dolido como una punzada de una aguja que cosía las paginas de una sentida nostalgia. Y en ese dolor he tenido que reinventar el significado del verano, he tenido que buscar sucedáneos. No recuerdo en qué pasaje de En busca del tiempo perdido decía Proust que cuando un viudo se casa rápidamente con la hermana de la difunta no es porque no la quisiera, sino, al contrario, por la urgente necesidad de estar con ella, aunque sea de mentira.

Pero el sucedáneo no deja de ser un poco cruel, unos churros fritos en sartén no hacen sino recordar que no puede uno tomarse unos de verdad, de los de palo quemado. Como cuando fingimos escuchar el mar en una caracola: solo sirve para recordarnos lo lejos que está. Y ese afán sustitutorio provoca algo parecido al Valle inquietante: un rechazo casi terrorífico.

Es como este empeño que tenemos de mantener una apariencia de normalidad cuando las cosas están, desde luego, bastante lejos de ser normales. Y eso nos taladra el alma como la gota china.


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