El lunes por la noche recibí el mensaje que había temido desde, por lo menos, hacía dos años: —Está muy malito. Y si María, que siempre intenta no asustarte, preocuparte o molestarte, dice algo así es porque la la gravedad es acuciante. Y yo a dos mil kilómetros, sin poder estrechare la mano y reiterarle, una vez más, cuánta suerte he tenido de que se haya cruzado en mi camino, aunque no me sintiera ni me oyera.
Hubiera tomado el primer vuelo, comprado una nave espacial o ido corriendo para poder hacerlo, pero hubiese sido de un egoísta insoportable: bastante tenían quienes estaban allí y, además, de haberme visto, habría sabido lo que significaba que hubiera recorrido esos malditos dos mil kilómetros. Y aunque me sintiera como en una habitación totalmente oscura, a ciegas, tampoco podía preguntar a cada minuto. Y yo, creo, aprendí de él a comportarme como Martín Romaña; a no molestar. Y muchas otras cosas, todas buenas: porque vaya si Joaquín tenía el corazón como el puño de un universo entero.
En mi viaje de vuelta, mi maleta va cargada del dolor de la ausencia de quien se ha ido.
Ha sido la vez que más lejos he estado nunca de mi país.
