Cuando llego a Madrid, lo primero que me asalta es el barullo, más incluso que la luz. La cantidad de gente que habla. Y, claro, tantos hablan, no se oyen, así que suben el volumen de su voz.
Esto contrasta con las conversaciones de puntillas que adornan las calles de Copenhague. Escasas. Las flechas de conversación son mucho menos numerosas. Se podrían seguir los pasos de un espiado con los ojos cerrados.
En los paisajes sonoros hay también los rastros de los objetos de cada lugar, las ruedas de una bici al desplazarse sobre un pavimento adoquinado; hay también saludos efusivos de una amiga a otra.
Meriendas en la playa, o el apacible canto de ese coro de la montaña estival que pondría de banda sonora a mi vida.
Ponte los cascos, date un paseo.