Copenhague, 17:30. Ni eso, y ya es de noche. Desde ayer, el hambre de luz se instaura en nuestras almas y no morirá hasta marzo.
Cuando hace un par de años se habló de abolir el horario de invierno mi corazón palpitó como una auténtica patata frita.
¡Por fin se pondrá fin a esta tortura lumínica! Pero no tardaron en enfriarse los ánimos, tampoco nos han contado muy bien porqué, aunque es verdad que aquel referéndum fue de lo más sui generis.
Comprendo y (faltaría más) respeto a los fans del cambio de horario, pero el efecto de la oscuridad auspiciada es de gran peso en tantas almas del norte, donde esta (a mi juicio, cruel) deprivación de unas horas de sol es especialmente dañosa para quienes nos parece que esto de la distribución invernal de la luz debería escribirse con f en lugar de v.
Por estas latitudes —soy consciente: las mías no son las peores— el adelanto de los relojes supone una carrera a la depresión, a la oscuridad forzada, a un acortamiento sopetonesco del día, porque cuando cae la noche, los mochuelos se recogen, las calles se quedan desiertas, la vida se va a dormir.
He leído justificaciones de todo tipo: que si la adaptación natural de las horas de luz a las horas de sueño —¡como si todo el mundo tuviera el mismo ciclo de sueño! — que si el ahorro energético, algo más que debatido, que si todos tenemos que estar en sintonía...
Esa maldita manía de que todos tenemos que encorsetarnos para vivir en la misma hora, como si las costumbres horarias no fueran radicalmente diferentes en distintos puntos de Europa:
El significado de las seis de la tarde es bien diferente en España y Dinamarca, por poner un ejemplo. En el norte, las seis es la hora de ir recogiendo las migas del día, de ir cerrando los cajones. En España, en ese mismo momento, está empezando el tercer cuarto del día, acaso el más vivo para algunos. Es la hora de la merienda, de salir a comprar, de ir al cine.
Ay, el verano, qué lejos está.
