Al colegio se va a aprender contenidos, se va a aprender a estar con otras personas, se va buscar la semilla para un futuro mejor.
O a otras muchas cosas. Y algunas de estas, son cuestionables.
La idea de cómo es o debe ser una escuela está muy condicionada por el contexto sociocultural: así, a la diversidad de los conceptos de escuela que se dan por países, es necesario añadir la diversidad interna dentro de los países, las ciudades y hasta los barrios.
Solo una mirada a las propias instalaciones, cómo están concebidas, nos dan muchas pistas. Como escribía aquí, me llama la atención (ahora) la forma carcelaria de los colegios españoles: altísimas vallas, puertas con llave: desde bien pequeños incorporamos en nuestro chasis el funcionamiento basado en la desconfianza.
Esto contrasta con unos espacios escolares abiertos desde que los infantes tienen 6 años. No hay vallas, puertas con llave ni nada que se le parezca. Bueno: o sí: una raya blanca pintada en el suelo. Y no: no se escapan.
En algunos lugares se enseña la democracia, entendida como igualdad y respeto, enseñada no con letras negras en libros gordos, sino en la práctica participativa del alumnado. No se aprende democracia aprendiéndose la constitución de memoria. Se aprende participado activamente en el funcionamiento de la clase y escuchando a quienes tienen un punto de vista diferente del propio.
En otros, se enseña a competir ferozmente. Y otros, como en Nepal, se enseña desde el budismo: autocontrol, la ética férrea y la competición es mirada con desprecio porque supone poner en el centro a quien realmente no existe: el yo.
Y es que en el colegio, además de los importantísimos contenidos que aprendemos (para olvidar, aunque algo quede), y que en teoría nos servirán para medrar en la vida (vuelvo sobre esto, porque no es ni mucho menos universal), aprendemos cómo funcionan las cosas, aprendemos valores, aprendemos cómo nos debemos relacionar con los demás. Este ideario de lo deseable no es algo grabado en una piedra, sino que se va construyendo en constante negociación entre los ideales de la cultura y el contexto social en que se inscribe el colegio con los ideales de los alumnos y los padres de estos.
De nuevo, lo deseable dista muchísimo de ser universal.
La cuestión del medraje meritorio, hablando dentro del contexto occidental, ha sido ampliamente cuestionada: los hay que dicen que, en realidad, ocurre todo lo contrario: vamos a colegio para aprender a mantenernos en la posición de nuestros padres. Y quizá sea cierto. En algunos lugares, desde luego, más que en otros, empezando ya no solo por aquellos donde la asistencia a las más prestigriosas escuelas está reservada a una minúscula élite pudiente; pero no hay que olvidar los sistemas que crucifican al alumno desde su tierna infancia, como el holandés o el alemán, que determinan ya las capacidades del alumno a una edad tempranísima. En Alemania, por ejemplo, es el propio estado a través de la escuela quien determina si el alumno continuará por la línea que permite la realización de estudios universitarios o lo hará por la vía de formación profesional... a la tierna edad de 10 años. El éxito académico de los alumnos depende en gran medida de su entorno familiar: elementos en apariencia insignificantes e irrelevantes, como la base cultural, incluso lingüística de los padres será determinante en el futuro del niño.
Pero, como he apuntado un poco más arriba, esta idea del colegio como un lugar de recolección de méritos en apariencia individuales, no es universal: en algunos lugares del mundo, hasta se considera de mal gusto darle tanta importancia a los logros personales como tales, porque los valores van por otro camino opuesto.
La escuela de los hijos de migrantes es, así, una fuente más de choque cultural, porque esperamos de ella una universalidad que no existe. Y, sin embargo, es una oportunidad perfecta para ver retratados los valores de nuestro nuevo entorno de forma muy marcada, muy evidente, porque los colegios suelen ser una maqueta en miniatura del mundo que nos rodea.