Siempre me ha gustado el baloncesto en general, y en particular el que juega o jugaba mi equipo favorito. Pero cuando me mudé a Dinamarca perdí el contacto con este trepidante deporte y con mi equipo. Aquí el baloncesto es mucho menos que un deporte menor, apenas existe. Después de mudarme, cambiaron las reglas: llegaron los cuatro tiempos, y los árbitros no pitan eso que antes eran unos pasos como un camión.
Ahora ya no conozco ni uno solo de los jugadores, y aquellos que conocía, ya no corren empujando el balón hacia la canasta: con suerte se les ve en los tiempos muertos, pizarra en mano explicando la táctica, porque ahora ya son entrenadores. O incluso ni eso.
La afición se pierde (o se duerme) no solo por no poder ver los partidos en la tele: es más una cuestión de no tener la oportunidad de comentar con otras personas los partidos, los jugadores o las estrategias de los equipos.
Porque la afición al deporte es un deleite colectivo. Es hacer piña, es admirar a los héroes épicos de la disciplina, pero sobre todo es sentirse identificado, sentirse parte de un grupo. Y eso no es nada banal. Es esencial a nuestra naturaleza humana: da calorcito humano sentirse rodeado de los suyos, lo que quiera que esto signifique.
Los equipos se parecen bastante a las patrias: sus seguidores sufren de verdad las derrotas, como quienes sufren las adversidades que arrastran al país de uno. Cuántos fines de semana no se habrán arruinado por un 0-3 o un 101-91.
Los equipos tienen sus héroes épicos, sus episodios históricos (oh, qué suerte tuve de estar en este partido, que viva la zapatilla de Yamchi), sus himnos y cánticos, incluso sus frases, sus banderas y, por supuesto, sus valores, pero más porsupuesto aún: su heterogeneidad interna, porque como los países, no hay ni uno en el que, contra lo que pretenden los totalitarios, todo el mundo sea igual. Las aficiones, como las naciones, son excelentes aglutinadores, hermanadores de personas.
Pero, a diferencia de estas, son de acceso mucho más democrático: no hay ninguna ristra de exigencias por las que uno tenga que justificar que pertenece a tal o cual equipo. Por que me da la gana es razón suficiente. Nada de exámenes de conocimiento de los valores del club o exigencias de años de residencia. Ni siquiera pesa sobre nadie la sospecha cuando declara querer ser del Montakit de Fuenlabrada.
Esta sencillez en la pertenencia tiene por consecuencia una transversalidad apabullante: se ve gente luciendo camisetas del Barça en todos los puntos del planeta. Lo siento por los aficionados madridistas, pero las camisetas azulgrana se llevan la palma. Alguien decía que era por los coloritos. Puede ser.
La identidad de los equipos se construye un poco como la étnica: como he dicho, con los acontecimientos épicos, los héroes, el cuerpo de valores; tampoco falta el enemigo, ese contrario sin el que uno no sería nadie. A pesar de que estas enemistades pueden tener y han tenido consecuencias devastadoras, no pueden obviamente compararse con el acervamiento que puede alcanzar la exclusión del más exagerado fervor nacionalista. La necesidad de un otro para construir patria y equipo es innegable. Lo que tampoco es innegable es que la otredad no tiene por qué ser algo negativo, excluyente.
Con eso me quedo: con transversalidad, la facilidad de afiliación, la capacidad hermanadora y el respeto a los otros.