En sus memorias, un preso político narraba cómo en la cárcel nadie se atrevía a crear lazos emocionales con ningún compañero de celda después de habérsele roto el corazón unas cuantas veces cuando aquellos amigos eran llevados al paredón.
Sin que pueda compararse la crudeza de aquél relato, a los migrantes nos pasa un poco algo, en un cierto sentido (y solo en un cierto sentido) parecido con nuestros amigos compatrios, más que con cualquier otro amigo: el riesgo de que se vuelvan está siempre sobrevolando la ladera del río, cual buitre malagüero.
Algunas personas eligen la estrategia de no dejar crecer las flores del cariñito, pero no todo el mundo lo hace: desde luego no está entre mis intenciones.
Y un día, la sorpresa te golpea: y aunque en primer lugar te alegras por tus amigos, porque es su futuro elegido, y porque si tienes suerte, no se van a Marte y sabes que no perderás el contacto: habrá que trabajar ese exigente jardín de la amistad a distancia. Y, sin embargo no puedes evitar quedarte más triste que cuando viste el entierro de Chanquete.
Buena suerte, amigos, os echaré de menos. Pero nos vemos pronto.