El verano no es solo una estación, es mucho más que una conjunción astro-planetaria.
El verano también se construye socioculturalmente, como esos castillos de piezas de madera de los párvulos.
Como otras cosas, el verano, o las estaciones en general, allí donde las haya, se construyen por contraste. En verano no se va a esquiar, aunque sea posible si uno se va al otro hemisferio.
Quizá donde no hay tanta variación puramente atmosférica, se construye sobre otras diferencias, como el aumento de turistas o incluso la diferencia en el número de horas de luz a disfrutar.
¿Qué significa el verano?
Para algunos significa manga corta impepinable desde junio (el diez, concretamente) hasta septiembre, cada uno de sus días con sus veinticuatro horas. Significa playa o piscina. El verano huele a cloro y a coco, a bronceador de coco. Vacaciones. Leer a la sombra en el jardín o al borde del agua. O hasta la hora mágica de las cuatro de la mañana, cuando el mundo se vuelve inerte. Los grillos, siempre.
Es volver a ver a los amigos del lugar de vacaciones, que parecen ser un poco como los patos del Central Park de El Guardián entre el centeno.
Es gazpacho en la nevera. Helados. Olor de tortilla de patatas saliendo por las ventanas casi haciendo dibujo. Y de esa misma ventana sale el tintineo de la cubertería al poner la mesa para cenar. Y el telediario también sale por la ventana como un bocadillo de cómic.
Es tedio. Luz sudorosa. Las ruidosas tormentas en los días de las perseidas. Son fiestas de pueblo. Son las notas arrastradas por la brisa en los conciertos al aire libre.
Para otros, el verano se hace con fresas con nata, largas horas de charla bajo un cielo que no termina de ennegrecerse, son los pajaritos cantando a las dos y media de la mañana porque ya llegó el día. El verano es ir a la playa y volverse mojado, pero por la lluvia improvisa. Ir a la playa o a la casa de verano (con sus techos rebozados de listas de madera de pino barnizado, sus cojines, cortinas y colchas de florecitas). Refresco de saúco. Ir en pantalones cortos, sandalias con calcetines para luego mojarse los pies con la lluvia improvisa. El olor del carbón aliñado de algún tipo de alcohol industrial para avivar fuegos de barbacoas. Son inhabituales sonrisas de extraños, felices por la llegada del sol. Salir a montar en bici. Es el temor a que no llegue nunca, que se vaya en agosto sin haber venido. Es el festival de jazz.
Coger bayas en el bosque.
Aún recuerdo cuando Eva, mi primera profesora de danés dijo aquella lluviosa y quincegradeña tarde de octubre: — Esto es un típico día de verano danés. Y yo pensé: jamás podría vivir allí. Y aquí estoy. (Todavía).