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Paela


Ha caído ante mis ojos un antiguo artículo de El Comidista, en el que destripa las barbaries que les hacemos a platos ajenos.

Nos ofendemos cuando alguien presenta una porción minúscula de cualquier plato y lo llama tapa (en Dinamarca es la moda, pero me consta que no somos únicos en esta tendencia), o nos llevamos las manos a la cabeza con los sándwiches de paella o con la propia paella de antenas que se sirve en Madrid.

Y, sin embargo, nos parece fantástico servir unos espaguetis boloñesa (¡ay! cuántas amargas lamentaciones se le oye a un italiano sobre esta perversión del plato original), o matar los carbonara a nata de bote. O sushis con pasta de mayonesa o mus guarrindongo de atún.


En toda esta receta hay:


Un tazón de esencialismo, porque pensamos que las cosas tienen que ser de una manera que se ajusta a una definición inmutable, que a ratos es simple adherencia a la tradición per se, pero a ratos incluso puede responder a razones objetivas (como que la pasta llamada seca, como los spaghetti) no absorbe ni se mezcla bien con las salsas, por lo que unos espaguetis no tendrán un resultado óptimo en salsa de carne. En realidad, tampoco esto cambia mucho las cosas.


Dos tazones de etnocentrismo, tanto en un sentido (horrorizarse cuando un extraño incorpora o posterga una variación a un plato tradicional) como en el otro (no entender que un oriundo no acepte nuestra versión de su plato tradicional).


Y cuatro kilos del poder de la comida sobre la identidad simbólica, como uno de los rasgos aglutinantes de etnicidad, como uno de los elementos a través de los que la ejercemos y la mantenemos, puede incluso que de forma más acusada cuando nos mudamos al extranjero.


Y a mí me parece, con sinceridad, que es uno de esos aspectos en los que tenemos que tomarnos las cosas más a risa, tanto nuestra propia ofensa por los agravios gastronómicos, como los propios agravios, porque mientras todo sea que acribillen una paela a chilis y chorizos, vamos bien.






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