Hace unas semanas, la correa de mi reloj se rompió. Busqué en vano una de repuesto en las tiendas físicas , pero como aquello parecía misión imposible, me lancé a la caza en las tiendas virtuales y, mientras tanto, abracé el reloj a su correa con una cutrísima cinta de celo. Resistió bien una semana, pero entonces dijo basta.
Creo que lo descubrí con relativa rapidez, pero para entonces mi reloj había emprendido ya el camino aventuroso.
Busqué, sin mucho afán, en las páginas de facebook de objetos perdidos y fui posponiendo mi llamada a la central de los mismos hasta que se me adelantaron; un día recibí un email del departamento de clientes del productor de mi reloj: alguien lo había encontrado, había visto que estaba asociado a mi email y me lo quería devolver.
Esto, en Madrid, hubiese sido impensable, diréis. Quizá, quizá no. Yo me sigo resistiendo a aceptar estereotipos y tópicos, porque lo único que consiguen es prolongar costumbres vergonzantes, o hacernos creer que no hay remedio, que somos así, como escribí sobre aquella moneda. Y esto es muy impreciso y muy poco cierto.
Compartí las alegres noticias en el muro de mi página facebook, con cuidado de eludir los estigmas y los estereotipos: cómo me gustan las costumbres danesas- dije. No dije cómo me gustan los daneses.
La persona que encontró mi reloj se llamaba Marcos, no era danés, sino hispanoparlante. Es posible que él sea así de generoso, es posible que hubiera hecho lo mismo en cualquier otro lugar del mundo, pero lo cierto es que siguió la costumbre del lugar: cuando te encuentras algo, intentas devolverlo a su dueño. Lo que es seguro es que la nacionalidad no es determinante del comportamiento de nadie. Y que solo hay esperanza de cambiar las rudas costumbres, como apropiarse de lo ajeno, sea público o privado, si somos conscientes de las maldades del estigma, incluyendo el que ejercemos sobre nosotros mismos.
Y mientras, gracias, Marco. Y no por el reloj, sino por haber querido devolvérmelo.