He tachado como cincuenta veces lo que había escrito. Porque el tema más candente o es tabú (de lo más aplastante, además) o es motivo de guerra enconada, divorcio o amistad truncada... me aterra y me paraliza que uno no pueda decir "a" sobre este asunto sin ser acusado de algo. Me aterra, porque cuando entre hermanos no se puede hablar de algo, planean aves oscuras en el horizonte.
Y es que hay mucho juicio visceral (y hasta animal) en este asunto de las pertenencias, en las que parece tomar especial relevancia el sesgo cognitivo de la confirmación, aquél que nos impide cambiar de opinión, porque todo lo que buscamos es confirmar nuestra creencia. Así, al no pasar por el filtro de la refutabilidad, se convierte en creencia ciega.
La transversalidad de algunos aspectos en todo este asunto, hacen difícil la adscripción a las posiciones. Y esto es aprovechado sin escrúpulos para la radicalización calculada del posicionamiento, un acto de ingeniería electoral que busca desmerecer una pausada charla entre quienes pudieran tener opiniones diferentes, y las convierten, más bien, en opiniones encontradas. Muy encontradas.
Yo, como estudiosa de las etnias, sé que no hay nada sencillo en este asunto. Que las soluciones simples no existen, mucho menos cuando la etnicidad se topa en el camino de los estados. Yo, como persona, deploro la violencia y la instrumentalización de las personas como si fuesen peones de una pésima partida de ajedrez.
Que en realidad esta distopia de un escenario terrorífico (por las llamas que nos esperan, como poco) no es más que el producto de la profunda y radical decadencia de una democracia, que ha derivado en su lamentable y famélica prima: la urnocracia, en vulgar golpe de márketing. En triste paradoja, la caza del voto ha pasado a ser el objetivo pervertido del sistema, donde la persona que lo deposita importa menos que nada, donde el cálculo de efecto devora sin compasión a los articuladores de tales efectos (o sea, a los votantes), despojándoles de su cualidad de personas y convirtiéndolos en poco menos que meros depositantes. La democracia se ha convertido en una pantomima, ha cambiado marco de los derechos civiles y la búsqueda del bien común por un papelito metido en una caja de cristal. Esto, más temprano que tarde, nos va a llevar a las llamas. Del infierno.