La creencia en que la autenticidad solo pertenece a sí mismo es antigua: muchos pueblos han elegido para sí nombres que les otorgaban la exclusividad de ser personas: por ejemplo, el término Inuit significa gente por oposición a los demás, poco más que bestias.
El etnocentrismo no es algo nuevo: es viejuno, gastado y feo. Pero, creo, cobra nuevos y preocupantes terrenos, porque las semillas son de una mala hierba distinta. Advierto que esta es una reflexión que no he trillado suficiente, pero igualmente, allá va:
Cierto es que no he seguido la campaña alemana y que poco sé de su situación política general, pero el resultado de las elecciones de ayer me preocupa enormemente. Ese auge de la extrema derecha parece un reflejo de lo que hemos sufrido (y seguimos sufriendo) en Dinamarca: con la diferencia del alcance de poder que tienen uno y otro país. Esto me aterra. Realmente.
Ha dicho Elia que la fe es lo último que se pierde: si, yo también tenía esa fe, esa esperanza ciega y sin base científica en que quedara algo de esa memoria vergonzante que nos ha salvado hasta ahora y de ese europeísmo que, quizá, visto desde aquí, no fuese más que un colonialismo disfrazado de otras cosas. Bueno, en ese terreno no me voy a meter, porque ese sí que no lo he arado.
Mi reflexión sobre este auge ultraderechonacionalista es que no es más que una intrusión, un redimensionamiento del pensamiento (o quizá más bien el sentir) individualista a ultranza. Hemos pasado el yo tengo derecho a ser yo, al yo puedo hacérmelo todo (y, por ende, al tú también así que no pienso ayudarte) y ahora a la invasión del nosotros por el yo. Ese nosotros no es más que una exacerbación del yo. Frente a ti, que me quitas lo mío. Sin darse cuenta de lo naïv que es pensar que el esfuerzo no es colectivo. No soy fan del concepto de evolución social, pero los logros de la humanidad no hubieran sido posibles sin nuestra (antigua) capacidad de aunar esfuerzos. Que si aún estuviéramos cada uno a lo suyo no habríamos pasado de estadio de cazador recolector. Algo que potencialmente estaría muy bien si aún fuéramos grupos de veinticinco personas, pero que es insostenible en los grandísimos y los volúmenes de población que manejamos. Tampoco creo que nos hiciera mucha gracia volver al taparrabos, a morir de un resfriado o a admirar las estrellas a simple vista.
Pero, por otra parte, es una cierta consecuencia de haber obviado, al amparo de una racionalidad mal entendida, que las sutilidades de la identidad colectiva no se borran de un plumazo, que son importantes, porque el sentimiento de pertenencia a un grupo distintivo es esencial al ser humano y que hay que hacer algo con ellas. Zafar esas diferencias con un universalismo reduccionista es como ponerle tapa a un bote húmedo: el moho no tardará en florecer.
Y mientras, queridos co-migrantes neoalemanes, tenéis todas mis condolencias: viene el periodo de negrura: ser racista está supralegitimado por la urnocracia. Porque, como ya he dicho antes, la democracia no consiste en la prevalencia de la opinión de una cierta (y muy relativa y dudosa) mayoría de opiniones, sino en el respeto de un marco de principios fundamentales de los que el principio de igualdad es el rey (y la reina, las torres, los caballos e incluso los peones.) Y una ideología racista, por mucho que la votara la mayoría, nunca podría aspirar a ser democrática.