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Transnacionalismo



Adelgazo el abanico de posibles aproximaciones a la migración hasta dejarlo en dos varillas- quede claro, antes de que me caiga una somanta de paraguazos, que hay muchos grises y otros aspectos que considerar. Pero me centro en estas dos por esta vez: El asimilacionismo y el transnacionalismo.


El asimilacionismo deriva de la antigua idea del migrante (in-) como invitado en el país de destino y consiste en pensar que tiene la obligación (casi moral) de mimetizarse con sus neocompatriotas y adoptar (sin rechistar) sus valores y costumbres. Qué valores y costumbres debería adoptar es sólo una de las dificultades de este planteamiento, dado que cada país es un mosaico de valores y costumbres diversas y alejadas entre sí.


Además, la definición del término integración está sujeto (como tantas otras cosas) al contexto; adaptarse es entendido por los nativos de distintos países de forma muy diferente; Por ejemplo, recientemente he leído un artículo sobre la manera de entender la integración en Holanda: estar integrado significa "ser moderno" y a su vez, la modernidad está ligada a las creencias religiosas- concretamente a la ausencia de estas. En Dinamarca, la integración es medida institucionalmente en términos de incorporación al mercado laboral.


En los años 60-70 se dio un cambio de actitud hacia el invitado por varias razones, entre ellas por la manera de entender el fenómeno migratorio (al menos en gran parte de Europa) como mano de obra transeúnte, efímera: los trabajadores que habían sido bienvenidos para cubrir una necesidad concreta en el mercado laboral, volverían a sus países de origen al toque de misión cumplida. Así, se aceptaba que el migrante (-in) no hiciese un esfuerzo por mimetizarse con su nuevo entorno.

Pero las cosas no son tan sencillas como planean algunas de las cabezas pensantes que se sientan a diseñar el curso de la historia. (A veces parece que lo hagan en servilletas de bar, por cierto.)

Los migrantes se quedaron. Y de pronto aquella idea de que mantuvieran vínculos con sus países de origen dejó de ser interesante, para convertirse en un acto de egoísmo y mala educación deplorable.


Sin embargo, a finales de los años 80 (Constance Sutton) introdujo el concepto de transnacionalismo, que fue acuñado definitivamente a mediados de los 90 (Basch, Shiller, Szanton-Blane) para recoger la realidad de la bi(o pluri) culturalidad del migrante- en consonancia con la enfatización del individualismo- los derechos, la identidad, etc- propia del tardomodernismo.

Hoy día en occidente es impensable (¿lo es?) que alguien no tenga derecho a opinar, incluso mantener sus costumbres, usar su lengua (como impepinable vehículo identitario, tanto individual como grupal o étnico); se puede, sin que esto constituya un acto deleznable.

Antes al contrario, la porosidad del contacto cultural es la Historia de la Humanidad- además de ser altamente saludable. De otro modo, estaríamos viviendo un bucle de repetición a la El perjurio de la nieve. Como si la cultura fuese algo estanco, concluso, inmóvil, platoniano.

Claro, tampoco hay que ser naïv: la mezcolanza cultural no está exenta de complejidad y de duro trabajo.


El transnacionalismo es incómodo por varias razones, y una de ellas es que tiene la peculiaridad de retar uno de los más arcaicos modos de organizarnos sociopolíticamente: la territorialidad. Con el transnacionalismo nos vemos con el criterio del territorio y todas sus adscripciones (derechos que otorga, por ejemplo) en el aire.

El transnacionalismo pone en entredicho la validez de la territorialidad- más aún en relación a la ciudadanía. Y eso es incómodo porque revuelve verdades atávicas.

Lo irónico o más bien inquietante, es el doble discurso en torno al transnacionalismo y el cuestionamiento de la territorialidad: por una lado, a conveniencia fabril, se asume como natural y se exige la aceptación colectiva de la flotabilidad del territorio cuando corresponde al traslado de la producción a lugares menos favorecidos (por decirlo suavemente) en términos de exigencias éticas, de condiciones laborales (y salariales): es lo que hay, dicen, mientras centenas de personas se agolpan para ser los primeros en acudir a la apertura de una tienda de ¿basura? abrazando con alborozo las maravillas de la globalización; y de otro lado, con la misma boca, se renueva el discurso asimilacionista del miedo a la invasión cultural: ¡que nos quitan el trabajo, que nos cambian la cultura, que viene el coco! - Algo que ocurre, también, gracias al cálculo de esas cabezas pensantes de servilleta de bar. El miedo a los otros, a lo diverso, ah, qué gran marioneta agitable para tantos mezquinos fines.


A mí, sinceramente, esta ola de neoasimilacionismo me produce las peores pesadillas.













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