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La medicina es (también) costumbre


Ha habido en la historia del pensamiento científico muchas reflexiones sobre la definición de la Ciencia y las injerencias de lo no factual en lo científico. A mi entender hay dos grandes clásicos que sentaron los cimientos más gruesos del debate (en nuestro tiempo):

Popper por un lado, en la definición del objeto científico como aquello refutable: sobre un hecho que no pudiera ser demostrado como falso, no se puede hacer Ciencia. Esto no quiere decir, claro, que aquello que no se pueda probar como falso (o verdadero) no pueda ser discutido: simplemente no se llama ciencia. Por ejemplo, la política no se puede discutir científicamente, aunque ello no quiere decir que no tengamos que discutirla.

Por otro lado, Kuhn, hablaba del factor humano, al hacer notar cómo la historia de la Ciencia se ha movido a golpe de paradigmas: elementos de tendencia, casi de moda, en la Ciencia.

(Esta es, claro, una versión ultrathin del pensamiento de Popper y Kuhn, pero valga como pie a mi reflexión.)

La medicina es un campo científico en el que este factor humano es especialmente relevante, por cuanto entran en juego algunos factores extranjeros a lo refutable. Escribí un post sobre las diferencias culturales de la práctica médica (que desencadenó una inesperada polémica.) Pues bien, en la medicina hay dos componentes: Es ciencia que cierta bacteria se muere con cierta dosis de cierto fármaco administrado en cierta frecuencia. Eso es un hecho contrastable. Se puede medir en un laboratorio.

Es costumbre que el médico te lo recete o no.

El protocolo, o lo que se hace cuando un enfermo acude a consulta con ciertos síntomas, es distinto en distintos países, a pesar de que el material científico (misma enfermedad, mismos fármacos disponibles para combatir dicha dolencia) sea el mismo.

Por ejemplo, el valor de resistir en dolor está más presente en culturas de tradición protestante (o luterana) que en las de tradición católica. Y por otro lado, la idea de un cuerpo no contaminado (por productos químicos sintéticos) es más importante en unas culturas que en otras.

Una consecuencia de este valor cultural antifármaco es la distinta concentración de galenos: en España hay casi tantas farmacias como bares, mientras que para encontrar una en el centro de Copenhague, es necesario hacer una importante labor de investigación (En datos de 2008: En Dinamarca había una farmacia para cerca de 17,000 habitantes, mientras que en España, sólo cerca de 2,000 habitantes tenían que compartir farmacia; desgraciadamente los desgloses de consumo de medicamentos están medidos en euros, lo que no sirve de gran cosa para averiguar cuánto consume cada uno, porque el precio de un medicamento es muchísimo más alto en Dinamarca que en España, y aún así, el gasto es menor en el país nórdico, lo que indica que el consumo de número de pastillas es mucho menor en Dinamarca que en España)

Por otro lado, el médico danés es menos propenso a extender recetas que el español: ante un mismo cuadro clínico, el procedimiento que sigue un médico el facultativo danés es distinto del que sigue uno español (Huelga decir que los recursos disponibles para el tratamiento o incluso para el diagnóstico son enormemente variables en distintos países del mundo y ese marco contextual ya imprime una diferencia.)

Y esto por no hablar del protocolo que sigue un médico en Estados Unidos, donde es costumbre interponer demandas millonarias al médico que no acierta en su diagnóstico y por tanto, el número de acciones a tomar (quizá no tanto por razones científicas, sino económicas) sea mucho más elevado.

Este es un interesante ejemplo de etnocentrismo: cada uno piensa que el otro está equivocado porque juzga el protocolo desde su punto de vista; en España se piensa así: infección bacteriana-> antibiótico; en Dinamarca se piensa así: infección bacteriana (leve?) -> intentar que el paciente se cure solo (si no lo hace, se administran antibióticos,... dependiendo...). En un caso, el valor que prima es el bienestar (inmediato) del paciente, en el otro lo que prima es que no se contamine al paciente (y en determinados casos, quizá el ahorro). A la postre, se trata de distintas formas de percibir el cuerpo y el dolor. Como expliqué ya en el post antes mencionado, otra cuestión es cómo percibe el paciente el concepto de sanidad: el seguimiento de este guión o protocolo genera confianza o no: hay quien desconfía de un médico que apresuradamente resuelve la situación con una receta, y quien desconfía de un médico que no hace un diagnóstico basado en hechos comprobados (mirar un ojo a 3 metros de distancia- literal, esto lo he vivido yo en una consulta.)

En el libro Evil eye or bacteria, de Lisbeth Sachs, la autora contaba que los pacientes turcos estaban acostumbrados a recibir inyecciones, así, cuando un médico no les administraba una, automáticamente desconfiaban de su pericia. La antropóloga explicaba que esta práctica se debía a los escasos recursos diagnósticos de los que disponían los centros médicos turcos, de forma que la jeringa era una forma de garantizar la curación del paciente. También es cierto que las mismas enfermedades tienen distintos grados de gravedad en función de las condiciones de higiene y otros factores de salubridad, como la adecuada nutrición, etc. Enfermedades absolutamente inofensivas en un lugar (o tiempo) pueden ser letales en otro - y esto es contexto, pero entra en el campo de lo refutable, de lo contrastable y así, es un aspecto científico de la medicina. Si bien, podría ocurrir que en la mente del paciente la idea de la competencia de un facultativo quedara ligada al uso de las inyecciones y que hubiera que continuar usándolas para no despertar sospechas en los pacientes una vez erradicadas las condiciones físicas que las hacían necesarias.

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