Parte del alunizaje del migrante consiste en aprender los significados de los barrios de la nueva ciudad: los de la nuestra los hemos bebido inconscientemente desde nuestra niñez. Sabemos que en tal barrio viven las personas así, o asá. No nos hace falta reflexionar mucho sobre ello.
Los barrios no son meras geocoordenadas: albergan retazos escondidos de marcadores de identidad en sus portales, en sus plazas, en sus tiendas y restaurantes... hasta en las farolas. Marcadores de edad, de estatus social, de preferencias, de inquietudes, incluso de posición política. Vivo aquí o allá porque soy así o asá - y claro, porque tengo tantos o cuantos ceros en mi cuenta, eso es una evidencia perogrullesca. Pero dentro de los ceros, nos movemos en un espectro en el que podemos elegir y así, definirnos.
Pero cuando nos mudamos de país, los ejes de coordenadas se evaporan cual billete de 10 en tienda de libros. ¡Pof! Ya no tenemos referencia alguna. Y los barrios no son una excepción. Así, encontrar un lugar de residencia que sea adecuado para nuestra forma de ser (y de vivir, que al fin y al cabo, son inseparables) se convierte en una tarea pesante.
El primer error que cometemos es intentar buscar paralelos: y es que no todo es traducible: como los nombres. ¿Pero este barrio es como Salamanca o Villaverde? Uf, pues no, ninguno de los dos. Ni se acerca. Aunque haya estatus, claro, estos pueden estar asociados a significados muy diferentes.
Cuando por fin dejamos de traducir nombres o de pasar coronas a euros (¡no digamos a pesetas!), entendemos el contexto sin necesidad de compararlo con el álbum urbano de nuestra infancia. Y entonces estamos en disposición de elegir el barrio que nos corresponde.
Y aquí viene lo bueno: la libertad de reinvención del migrante; uno puede elegir el barrio que más le guste sin que importe un bledo de dónde viene uno o a dónde va; como no tienes pasado, puedes ir a donde quieras sin ser tachado de extravagante- o de falso hippie o de trepador social.
Y si alguien nos pilla en una de esas extravagancias que nos permitimos como si tal cosa, siempre podemos justificarlas con el clásico: Yo es que soy de fuera (¡ah, qué gran comodín!).