Vivir fuera, no es un secreto, conduce a veces a las situaciones más hilarantes. Bueno, o después de que hayan ocurrido, al menos.
Uno de los mejores libros que he leído de divulgación antropológica es El antropólogo inocente, de Nigel Barley, que cuenta sus peripecias con el pueblo Dowayo, en Camerún. Una lectura que recomiendo altamente. El libro no solo es un excelente relato de lo que significa ser antropólgo, sino también de lo que significa vivir fuera de tu país, todo esto escrito desde el más fino sentido del humor.
Una de las anécdotas que cuenta es cuando se fue a visitar al dentista, después de haber tenido un accidente de coche que le había dejado la mandíbula un poco trastocada. Acuciado por el dolor, se armó de valor y se dirigió a un consultorio, donde, tras algún que otro traspiés, alcanzó la sala de visita, donde le aguardaba un grandullón rodeado de instrumental decadente. Le explicó su caso, a lo que el grandullón respondió en cuestión de segundos despojándole de sus dientes delanteros, así, sin más. Aún con los chorrillos de sangre cayendo por la camisa, protestó con la poca contundencia que da el hablar otro idioma sin sus dientes delanteros- yo veo la escena: fero oiga, eto gue ma e-llo.. no me puee fejá uté aí.... y le intentó hacer comprender que tenía que proseguir el trabajo...
El hombretón, irritado por la escasa gratitud de su engreído paciente, respondió llamando al propio dentista- dice Barley: "había caído en la trampa de creer que cualquiera que se encontrara en un consultorio dental con una bata blanca y preparado para sacar muelas era un dentista" Así que cuando llegó el siguiente bata-blanca le preguntó si era dentista: si, lo era. "El otro era mecánico; también arreglaba relojes" le dijo.
La anécdota continua con un jeringazo de anestesia post- operatoria, y un pobre Barley de camisa decorada sanguinolientamente, naturalmente esquivado por los viandantes, que se cruzaban de acera al verle pasar.