Dos días después, cuando yo esperaba ansiosamente los vestigios de una primavera que en Madrid estaba más que inaugurada, cayó una nevada de las de hasta la rodilla. Y recuerdo perfectamente mis pensamientos: ¿Qué he hecho?
Al invierno me he acostumbrado, aunque me sigan fascinando los mares de olas congeladas.
Eso sí, me fastidia la nieve a partir del segundo día, cuando ya es más gris (o amarilla) que blanca. Como a cualquier otro habitante de esto que se parece a la imagen que tenía en mi infancia de lo que sería el Polo Norte.
(La foto es de hace un par de años, por cierto: las lenguas de sal congelada llegaban hasta Suecia, que es lo que se ve en el horizonte)