Cuando tenía seis o siete años tuve la suerte de hacer uno de los viajes más fascinantes e influyentes de mi vida y del que mi memoria, soprendentemente, guarda gran cantidad de recuerdos: fuimos a la Isla de Pascua, en aquellos tiempos en los que aún el turismo exótico no se vendía en los folletos de oferta del supermercado. De hecho, por entonces, había un solo hotel en la isla y de todas formas era mucho más emocionante alojarse con una familia, y acabamos en la casa de los últimos Orejas Largas de la isla. El padre era el hechicero de la tribu y logró curarme con unos emplastes de hierbas una misteriosa enfermedad que me torturaba las plantas de los pies y que había sido resistente a médicos y medicinas tradicionales. Su hija, Anita, tendría poderes también: me leyó la mano y sus palabras se me quedaron grabadas para siempre; ahora me pregunto si se debe decir a una niña de siete años que verá cómo su hermano se casa y se muere. Quizá eran otros tiempos, no le guardo rencor.
Nuestro guía, Jerónimo (en la foto con mi ceñuda hermana Laura) nos transportaba en un jeep descapotado por los confines de la isla, ya volcánicos, de negruzcas playas, tumbas de ancestros o lugares con significados mágicos y nos contaba lo que entonces entendíamos como leyendas y ahora sé que era la Historia de su Pueblo.
El detalle de mis recuerdos alcanza detalles tan minúsculos como el nombre del pastor alemán de nuestra familia anfitriona: se llamaba Tarzán.
Recuerdo que el pan se vendía en una suerte de estafeta de apenas cuatro paredes, un techo y una ventana situada en medio de una remota carretera de barro. Aquel pan, además, tenía un sabor muy diferente del que yo conocía.
Recuerdo que los telediarios llegaban con dos semanas de retraso, porque venían en barco desde Chile. Esto me impresionaba casi más que los mastodónticos y misteriosos moais.
Y que una noche nos dieron café para poder aguantar despiertos el espectáculo de danzas y cantos tradicionales que dieron en el teatro de la capital. Sólo recuerdo las faldas de guirnaldas. Y que tenía mucho sueño, a pesar del café.
Mi interés por los otros fue asentándose con muchos tornillos durante mi infancia: como aquellas sillas de azules que tenía mi gran amiga sueca Marie. Aquellas sillas- junto con todo lo que veíamos en su casa- me hacían imaginar mundos de cuento en los que hasta los muebles eran de colores.
En realidad aquel viaje y las sillas azules no solo despertaron mi curiosidad y dejaron para siempre en mí el interés por los otros, por los raros, sino que me dieron una herramienta que siempre llevo en mi maleta: saber que hay otras formas de hacer, de pensar, de construir, de creer; y que esas formas son tan válidas como las mías. La Isla de Pascua y las sillas azules - y más tarde, la antropología, claro- me proporcioron el antídoto contra el etnocentrismo, o creer que solo lo tuyo vale.
La Tierra es un planeta hermoso y lo sería mucho menos si todo fuera igual o todo el mundo hablara la misma lengua, comiera las mismas cosas o hiciera las mismas cosas.
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