Yo había estado aquí en verano. Oh, sí, llovía mucho y hacía un frío horrible. Pero pensé que era cuestión de mala suerte. Los días que me habían tocado habían sido fríos. El resto del verano había sido a buen seguro de un calor resplandeciente. Como ese sol que no vi en catorce días seguidos.
Fuimos a la playa. Victoria y yo. Y los locales nos miraban con cara de: pero estas: ¿quiénes se habrán creído que son? Poniéndose bañador en la playa. En julio. Ni que estuviéramos en Tenerifa (porque es así como aquí dicen Tenerife).
A los diez minutos de haber tendido nuestros cuerpos mediterráneos en las arenas nórdicas, tuvimos que ponernos los jerseys y lo que es más: soportar cómo nuestros vecinos locales se reían de nosotras sin disimulo, aprentando los dientes jui jui jui jui.
Hm. A los diez minutos volvieron a secarse las nubes y nos quitamos los jerseys.
Y estos intervalos de "quítate el jersey y aguanta cómo los vecinos se ríen de ti" fueron relativamente regulares. Hasta que nos cansamos y nos fuimos al kiosko a comprar caramelos. Rojos. Pues de fresa, ¿no? Pues no. Eran de menta. Y de las fuertes.
Humilladas nos volvimos a la resindecia. A aguantar cómo nuestros compañeros locales se reían a mandíbula batiente cuando contábamos con asombro el vaivén de la lluvia.
Esta es una de las chatarras que más echo de menos. El verano. Ese verano seguro, implacable, impepinable. El que no se tuerce más que unos días de tormenta en agosto (y hasta esos son impepinables). La manga corta 24/7 desde mayo hasta septiembre.