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Plagas distópicas



Como bien decía Alberto Sicilia, las escenas que llegan desde China estos días podrían ser incorporadas a guiones de películas distópicas sin mayores estridencias: Son aterradores los vídeos de las personas encerradas en sus casas, esas torres de altura infinita gritándose ¡ánimo! por la ventana, o las escenas de los altavoces que repiten incansablemente por la calle ¡Quedaos en casa! ¡No salgáis!

Los suministros se agotan. El pueblo chino está sufriendo.

Pero no solo pesa el coronavirus sobre ellos; el estigma aprieta fuerte estos días.

El repudio y los ataques en redes y en las calles proliferan como setas. Solo a modo de ejemplo, el otro día prohibieron la entrada a una discoteca a unos chicos por el mero hecho de ser chinos. Eso no es prevención sanitaria: es racismo: Ser chino no te confiere inmediatamente la condición de portador del famoso virus, de la misma manera que no serlo no te exime de ello. Y que yo sepa, no han prohibido la entrada a ningún garito a nadie occidental con síntomas de resfriado.

Los comentarios que pueden leerse en internet en estos días son ferozmente viles:

Los hay que afirman sin tapujos que total, porque se mueran unos cuantos chinos no va a pasar nada. Esto es brutal. Para quien no se haya dado cuenta lo digo: están ustedes hablando, por ejemplo, de mi encantadora sobrina. Pero representa bien lo que es el racismo: deshumanizar a las personas, despojarles del dolor, robarles la cara, por el mero hecho de pertenecer a un cierto colectivo. Quien profesa el racismo no es capaz de ver a la persona que es objeto de su odio, de su desprecio, porque no ve más que un nombre genérico. Esto provoca, por ejemplo, la paradoja del migrante xenófobo; no son capaces de ver la persona detrás del judío (y por las mismas del alemán), musulmán, cristiano, sureño, chino o pelirrojo. Me suena haber mencionado o rendido tributo al relato de Jack London, El chinago, que resume a la perfección esta deshumanización.

Otro grupo de personas atacan las costumbres chinas, como si la propia cultura estuviera exenta de prácticas de riesgo; todas las culturas las tienen, incluida, cómo no, la nuestra: en una mesa de tapas, los tenedores se convierten en perfectos vehículos de bichejos varios de una boca a otra. El cubierto pasa de la boca al plato sin ningún tipo de desinfección intermedia. Besarnos, abrazarnos. —Oh, sí, pero qué triste sería la vida sin ósculos o el calor de unos brazos alrededor de uno. Eso mismo pensarán quienespese a su prohibición, transiten los tristemente afamados mercados de animales. Tengo la convicción de que este triste suceso supondrá un cambio en el endurecimiento de las restricciones y en un estrechamiento de la vigilancia de dichas prácticas. E incluso, probablemente, en un cambio de costumbres, algo que suele ocurrir cuando hay un acontecimiento traumático que dispara el miedo. Aunque bien podría suceder que la práctica de la compraventa y el consumo de estas carnes prohibidas, opere en una clandestinidad aún más sombría. Lo que, por otra parte, podría dificultar la identificación de las fuentes en caso de que se produjera un nuevo salto viral.

Con esto, conste, no estoy defendiendo la imprudencia de quienes incumplieron la legislación y se lanzaron al consumo de lo que fuera que hizo que el coronavirus pasara a los humanos. No: con esto lo que pretendo es alertar de un peligro que ha matado a más humanos que todos los virus juntos. Llamar a otros humanos ellos, señalarles con el dedo, sin fijarnos en las cosas que nosotros mismos hacemos; convertirles en apestosos por el mero hecho de ser ellos, los otros. Esa sí que es una plaga distópica.













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