El término integración guarda una apariencia de bondad y, sin embargo, esconde algunas fealdades.
Fue también para mí un shock (choc) leer en un artículo académico sobre las propiedades lejanas a la belleza de la palabra-concepto integración.
La primera razón por la que no es bonito es porque lleva implícita una problematización inventada. Eso significa que pone la idea que un grupo (entero) de personas, por su condición, van a traer (y subrayo la palabra traer) problemas por el mero hecho de haber atravesado una frontera.
Cierto: cuando uno cambia de cultura, se encuentra con unos valores, costumbres, ideas que pueden o no contrastar con aquellos aprendidos en la niñez. Pero eso no quiere decir que tenga que ser un problema. Podría decirse que estas nuevas ideas podrán convertirse en una fuente de enriquecimiento para el lugar al que uno migra.
Aún más: lleva implícita la idea de que los países son homogéneos, que responden a un ideal al que se ajustan todos los nacidos en su territorio. Y no hace falta darle mucho pensamiento a esta idea para darse cuenta de que es falsa. En toda sociedad caben muchas visiones, ideas, costumbres y valores, susceptibles de ser altamente diferentes entre sí, sin que por ello sean menos representativas de la sociedad o la cultura en la que se insertan. Por ejemplo: ¿es acaso más representativo de España una persona de ideología de derechas que una de izquierdas? ¿es más representativo de España un vegano que un carnívoro recalcitrante? Un migrante ¿en cuál de las dos opciones debería convertirse para integrarse? ¿Y por qué habría de ser diferente su obligación de parecerse al vegano/carnívoro que la del vegano a convertirse en carnívoro o viceversa? ¿y por qué habría de ser menor su derecho a mantener su identidad, aquello en lo que cree, que la de un autóctono?
Diréis que debería haber empezado por definir lo que es integración. Y esa es precisamente la cuestión: que no existe una definición: y no puede haberla porque la palabra en sí se entiende como un proceso de mímesis (de camuflaje, conversión) a ... ¿qué? ¿a qué variante de la cultura en la que uno se muda? ¿a la mayoritaria?¿entonces lo que se busca es una sociedad completamente homogénea en la que todos los miembros, autóctonos o no, debieran adoptar los valores, opiniones y costumbres de la mayoría? Esto, por supuesto, es una quimera. Las demás ideas de cómo se define la integración varían enormemente de cultura a cultura. En España, tendemos a pensar en una inserción en el tejido social, a tener amigos, por ejemplo. En Dinamarca se trata tener trabajo, pero sobre todas las cosas, no ser musulmán. En Holanda se entiende como ser laico. Y luego está lo de ser discreto, no molestar, no dar problemas:
La mera condición de migrante no implica necesariamente que uno traiga problemas (la problematización, y así, el estigma del migrante, por el contrario, sí que lo son, porque relegan al migrante a posiciones socioeconómicas desesperadas), de la misma manera que ser autóctono no implica automáticamente no causar problemas. Que uno no tenga que molestar (o sí) , que tenga que guardar unos niveles de civismo o respetar la ley, no depende de su lugar de procedencia. Esto debería ser evidente, pero no lo es porque:
De aquí se sigue la segunda idea que la palabra integración lleva implícita: la verticalidad. Las personas nacidas en el territorio en que residen tienen más derecho a elegir su identidad, sus ideas, sus costumbres o sus valores que las personas que se mudan de país.
Y, lo que es más, las personas que se han quedado en su tierra tienen derecho a exigirle a quienes se mudan a su país que adopten sus valores, los que ellos, como individuos, consideran representativos de su cultura: pero como acabo de explicar, en toda sociedad hay una amplia gama de posibilidades, y por tanto la pretensión de la mimetización no es más que una forma de opresión que extingue los derechos de ciudadanía del migrante.
Una ciudadanía disminuida es la tercera implicación en el concepto vertical de la integración. El migrante no tiene los mismos derechos civiles que los autóctonos. Habrá a quien esto le parezca evidente. Pero no hay ninguna, absolutamente ninguna manera de justificarlo. Porque las personas somos personas, por mucho que nos movamos.
Y no tenemos la obligación de mimetizarnos con ningún entorno, porque ese entorno es diverso y cambiante: no hay una Dinamarca, como no hay una España o una China, ni en la variedad de sus habitantes ni en el tiempo, entre otras cosas, gracias a los encuentros culturales que ocurren en toda historia (sana) de un pueblo.
Tampoco tenemos la obligación de renunciar a nuestra identidad, de la misma manera que no lo tiene que hacer el autóctono. Y quien dice identidad, dice derechos humanos, derechos civiles; unos derechos civiles que son incuestionables para un autóctono, como la libertad de pensamiento y expresión del mismo (y si los autóctonos no los tienen porque viven bajo el yugo de un régimen totalitario, consideramos que este debería ser sustituido por uno democrático que recoja el derecho humano a la libertad de pensamiento).
Una de las formas que toma esta idea es despojar al migrante de su libertad de pensamiento sobre aspectos del país en que ahora habita. Parece que no haber nacido en un lugar te quita el derecho a opinar/expresar opiniones sobre este. Algo que, aplicado a los oriundos, se llama dictadura. Expresiones como: ¿y tú qué sabrás, si no eres de aquí? O: si no te gusta, ¿por qué no te vas? no son más que expresiones que ratifican la idea de que el migrante tiene menos derecho que los nacidos en el territorio, a los cuales se les permite opinar libremente sobre los aspectos de su país, a menos que este se halle bajo la opresión de una dictadura. Otras perogrulladas periféricas a esta idea, pero que se hacen necesarias son que uno esté en un país (donde nació o no) no significa que le tenga que gustar todo lo que ocurre en este (como no le gusta al nativo). Que haya aspectos que no le gusten no quiere decir que no le guste el país entero o sus gentes.
Es necesario añadir que estas ideas del migrante como invitado despojado del derecho a mantenter su identidad y derechos humanos es, escalofriantemente, algo que algunos mismísimos migrantes adoptan, quizá no tanto sobre sí mismos (porque no se ven a sí mismos como migrantes) como para otros; en ocasiones, quizá, en el pensamiento de que excluir a otras personas, de tacharlas de extrañas, de arrinconarlas al montón de los otros, de convertirlas en migrantes desintegrados les convierte en más nosotros, los de aquí.
Así que vuelvo a la idea quimérica de la integración como una mímesis con el estereotipo nacional del país de destino. Pensar el migrante en términos de invitado es una idea anticuada y obsoleta. Lo importante cuando uno se muda de país es desarrollar algún vínculo de pertenencia (en cualquier aspecto), encontrar su sitio, algo, que, por cierto, ocurre difícilmente cuando se marcan constantemente las diferencias, cuando se subraya a todas horas la condición de extranjero. Eso sí: este vínculo debe desarrollarse siempre desde la horizontalidad, desde el precepto inviolable de que ser humano no tiene grados: las personas somos personas por muchos kilómetros que disten del lugar de nacimiento al de residencia. Lo de la mímesis se lo dejamos a los fásmidos.