Esta debe de ser la frase más repetida estos días. Algunos vuelven al trabajo después de un (merecido) descanso. Regresa la vieja y pesada tía-abuela rutina: el despertador, los gritos de los vecinos y el deseo suavemente olvidado de ganar la lotería para, como dijo el gran O´Henry, ir estirando las piernas alternativamente, una detrás de otra, de tal manera y en tal dirección que esta realidad se aleje de mí en el menor tiempo posible.
En cada una de mis idas y venidas descubro algo, incluso obviedades vergonzosas:
Para el migrante esto de volver a la realidad es poner en suspenso la vida hasta el próximo traspaso de escotilla de avión que te devuelva a ese mundo soñado, casa, la de antes.
Ese mundo de antes, esa casa, en verdad no es más que una ensoñación, porque al volver a ella de forma permanente, no tardaría ni media semana en convertirse en pesada tía-abuela rutina.
O peor, porque tendríamos que volver a construir la casa, volver a llenarla de amigos que ahora nos ven (si eso) por la urgencia de la presencia volátil del migrado.
No es esto menos trágico, porque no tener ancla, no tener casa de todas todas es duro; y este es un matiz importante en la diferencia entre volver al trabajo y volver a otro mundo relativamente ajeno.
Pero no es más que una muestra de la recalcitrancia humana de vivir en la permanente persecución de un sueño que podríamos construir con delcos o correas de distribución: sin remilgos, del material más alejado de lo onírico.
Somos unos soñadores incorregibles los humanos.