Ayer mismo, en el centro de Copenhague a las dos y media de la tarde. El contraluz exagera el efecto, pero lo cierto es que el sol estaba ya de retirada.
De mi primer invierno en Dinamarca guardo el recuerdo amargo de los oscuros viajes en autobús a aquel (afortunadamente fugaz) trabajo que odiaba.
Era de noche a la ida; debido a la incomprensible e insoportable ausencia de ventanas, quizá, reinaba una perpetua nocturnidad en la oficina y, por supuesto, era de noche cuando volvía a casa.
A la oscuridad había que sumarle la planicie danesa: la ausencia de relieve, hacía que yo no viera más que un primer plano de luces de casas, monirris, eso sí, que lo del hygge es anciano, pero ¿de qué me servía un mundo hygge si este no era más que una proyección de un mundo de videojuego en las ventanas de mi autobús?
El frío me da igual, el frío es frío , un poco de aspecto astronauta y se acabó. Pero la oscuridad es otra cosa.
Con el tiempo me he acostumbrado al hambre lumínica, que siempre me sorprende en octubre: de pronto un día siento una vaga e ilocalizable carencia, hasta que reparo en que ya se ha terminado la fiesta de luz excesiva del verano y estamos entrando en fase oscura. El mundo se repliega, se enrolla sobre sí mismo. Menos mal que pronto llega el solsticio a despertarnos a todos a pasos agigantados.