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Postales veraniegas I: Montañas


Echo de menos las montañas (en Dinamarca la más alta, la Montaña del Cielo, alcanza la escalofriante altura de 170 metros); pero no solo por la admiración que causa la sublimidad de su grandeza, también para tomar prestada su perspectiva.

Desde aquí arriba, mientras la brisa fresca zarandea las ramas de los árboles y los perros le ladran a Júpiter, veo el tintinear de las luces de la ciudad y sus carreteras; esas luces son promesas de pedazos de vidas ajenas. Escenas que solo cobran relevancia en su ajenidad. Si no es de otros, la posibilidad de que alguien se esté haciendo una tortilla francesa es del todo in-interesante. Pero al ser de otros, me intriga: entre esos cinco millones abrigados por esas bombillas, los habrá que estén desatando amores, clausurando historias o simple y llanamente, comiéndose un yogur de pera.

Habrá, seguro, un hombre con una gastada camiseta blanca interior al borde de su cama rascándose la barriga, de eso siempre hay. Y hasta puede que se esté imaginando que alguien le espía desde lo alto de las montañas.



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