Me cuenta Luis una nueva entrega de las delicias del migrante: los retos de viajar a un tercer país con alguien en cuyo país vives , que no es el tuyo ni el suyo y por tanto, las normas no están tan claras como cuando él viaja a tu país (donde se puede decir: aquí no se espera a que el semáforo se ponga en rojo) o cuando tú estás en su país (donde se puede decir: aquí, si te encuentras un millón de euros, lo entregas a la policía) porque las reglas no son tan claras ni conocidas para ninguno de los visitantes.
No es que exista ningún lugar sobre el planeta donde las reglas estén clarérrimas como el agua y mucho menos que estas sean aceptadas sin discusión por todos sus miembros. Para alcanzar una cierta armonía en la convivencia con nuestros congéneres (parejas, amigos, vecinos, etc) es necesario acordar de forma tácita o explícita cuál será el nivel de adherencia a tal o cual norma. Y no es que ninguno de los micro o macro acuerdos que nos llevan a un dechado de armonía interpersonal sean en ningún caso sencillos, pero son mucho menos complicados cuando se parte de un marco definido con claridad y uno sabe dónde están los límites y lo lejos que llega la piedra si uno estira demasiado la transgresión.
Lo interesante es, como me contaba Luis, que ese marco es fácilmente reconocible. Las normas están asociadas a contextos (y no a personalidades o nacionalidades, como se tiende a pensar): uno adopta más o menos las normas del contexto que le rodea o las rompe deliberadamente de la misma forma que las rompe un local cuando quiere marcar su identidad.
Pero ¡ay! cuando el terreno o el contexto es ajeno a los dos negociadores las cosas se complican, porque uno pierde la referencia, las reglas del juego que dictan la transgresión o la aceptación del mandato local se hacen triplemente complicadas: ¿qué hacemos ahora: lo que dice MI regla, lo que dice TU regla o lo que dice la regla LOCAL?
La hora de la comida parecerá banal, pero es en verdad uno de los rituales de convivencia más importantes: Fischler sostiene que comer juntos, colectivizar el ritual de la comida, la comensalidad, fue y es lo que nos convierte en especie civilizada. Somos lo que NO comemos y cuando comemos lo que comemos.
Esa hora de comer está clara cuando el contexto está bien definido: manda el país en que se vive o se está de visita con un nativo. Cualquier transgresión de la regla es clara y será conscientemente negociada por los implicados.
Pero cuando falta el marco territorial, la negociación se torna más difícil, porque no está claro qué es lo que manda, así, tenemos a dos amigos, un español y un danés viajando en USA: ¿a qué hora se come? ¿española? (no estamos en España, ¿por qué habríamos de hacerlo? ¿danesa? (no estamos en Dinamarca, ¿por qué habríamos de hacerlo?) ¿y si transgredimos la americana? ¿Hacia qué extremo? ¿Por qué?
Es cierto que el efecto de encontrarse en territorio neutral también puede tener precisamente el efecto contrario, y es que como no premian las normas de nadie, se negocia desde una igualdad aplastante. Pero el desconocimiento por ambas partes de los entresijos de las normas locales (el what goes without saying que he mencionado antes: lo no escrito y que uno puede no percibir ni en 20 años de residencia en tal país) puede dificultar enormemente la negociación, porque uno no sabe bien qué transgrede y así, qué negocia.
Otro aspecto del viaje entre turistas multiculturales es la diferencia en la sorprendencia. Viajar es compartir sorpresa, y la sorpresa se produce cuando algo contrasta con lo que uno conoce o a lo que uno está acostumbrado. Pero para que te sorprendan las mismas cosas, es necesario compartir un imaginario de lo que es común y lo que no, y este está asociado a las vivencias, que en el caso de los viajeros multiculturados, serán diferentes y por tanto, aquellas cosas que le arranquen el aliento a uno y otro, serán diferentes- y el álbum mental de cada uno (y el propio viaje) será muy diferente para uno y otro viajero. Mientras unas se llevan cigüeñas en su álbum mental del viaje por Extremadura, otros se llevan la ausencia de palillos en los suelos de los bares. Viva la aventura, en cualquiera de sus formas.