Algunas de mis batallitas de aeropuerto (por si no os habéis dado cuenta, son peores que las de la mili) las he comprendido mucho tiempo después. En esta ocasión, me he llevado, de regalo, la confirmación de que el cine dista mucho de ser internacional.
Una película siempre se entiende e interpreta siempre desde un contexto cultural concreto, que no tiene por qué ser el mismo desde el que se lleva la intención del autor. Y así, una escena que el director ha rodado con la idea de hacer reír al público (como el parabrisas en Relatos salvajes) puede provocar reacciones de espanto entre los espectadores de otra cultura (como la danesa: en el cine en que la vi, tuve que reprimir mis carcajadas para que las señoras que aspiraban su espanto no me dieran a la salida con sus paraguas en la cabeza).
Cierto es que esto podría aplicarse a todas las artes, pero quizá, por ejemplo, la literatura cuenta con más recursos para situar al lector y explicarle lo que está sucediendo: la literatura puede permitirse ser más explícita, mientas que en el cine no se puede o no se debe contar demasiado porque la complicidad con el espectador es casi su más fundamental característica y recontequear cositas que se sobreentienden puede costarle bien caro a la cinta.
La batallita: En cierta ocasión, en mi trabajo en el aeropuerto, mientras hacía otro millón de cosas en la terminal internacional, un pasajero (que yo creí indio, o de la región) se aproximó a mí: - ¿Puedo hacerle una pregunta? - Cómo no, dígame Y sacando un anillo de su bolsillo me propuso matrimonio. Ciertamente había esperado una pregunta más prosaica, al estilo ¿dónde están los baños? ¿por qué puerta embarca el vuelo a Londres? Creo recordar que, como andaba como pollo sin cabeza (as usual, el aeropuerto es así), me limité a sonreírle y declinar lo amablemente que pude, para luego huir como en los dibujos animados, dejando un torbellino visible en el aire.
Obviamente ni siquiera mi vanidad logró hacerme pensar que aquello se trataba de una verdadera muestra de amor, dado el cálculo implícito en el hecho de cargarse con un anillo en el bolsillo (por muy de máquina de chicles que fuera). Por entonces interpreté que se trataba de un plan magistral para hacerse con un permiso de residencia en Europa.
La película: Y entonces, el otro día vi una película india en la que las propuestas de matrimonio rodaban como pichos de morcilla en feria: una de las protagonistas presumía de haber recibido al menos cincuenta propuestas de matrimonio. Unos y otros trataban sus casamientos con una ligereza sorprendente. Y entonces comprendí aún mejor el episodio del anillo y el matrimonio de plástico. Y reflexioné, de nuevo, sobre la dificultad de entender películas de otras culturas. Claro que no es imposible, claro que se puede entender, apreciar y disfrutar ... (y reinterpretar: que al fin y al cabo el arte era eso).
Muchos años atrás, había leído El festín de Babette- no recuerdo qué impresión me quedó de la lectura, pero lo que sí me impactó, fue volver a ver la película y darme cuenta de lo mucho que me había perdido de su significado la primera vez que la vi, antes de haber pasado unos cuantos años en Dinamarca y haberme empapado del sentido de lo luterano; sentí como si el primer visionado hubiese sido de uso tópico: no me había llegado más allá de la epidermis.
Y así, cuando veo una película de una cultura incluso poco lejana, me pregunto cuáles serán todas las cosas que me estoy perdiendo y las que estoy malinterpretando. O de las que me estoy riendo sin que tengan la mínima pretensión de ser humorísticas. El mundo sin subtítulos, qué lioso es.