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Dolorcillos migrantes


Uno de los dolorcillos sufridos por el migrante es el de la partida de los amigos.


En su versión más fuerte, cuando estos retornan y dejan de formar parte de tu escenario cotidiano: aún se me encoje el corazón cuando paso cerca de la casa de Maider, que se volvió hace más de un decenio. Durante algún tiempo me costó soltar el miedo a dejar florecer lazos emocionales que pudieran doler más tarde. Aunque eso no impidió que hiciera más amigos, claro que no: pero la sombra del temor estaba siempre al acecho. Ahora, por alguna razón, ese temor se ha difuminado.


Hay una versión más suave de este dolorcillo, no dramático, pero al fin y al cabo, dolorcillo:

De vez en cuando la casa del migrante se llena de risas, zapatos, conversaciones... es como aquellas casas de verano que despiertan de la hibernación al llegar sus inquilinos con las chanclas, toallas, canciones y jauría infantil. El torbellino de la existencia llena de colores tu casa. Entonces llega el momento en que los invitados hacen un ovillo con sus zapatos, sus risas y sus charlas y....


like that, they are gone...


Y no es que todo vuelva a ser como antes: porque antes no había huecos; antes era nada-nada. Ahora son números negativos en el haber de la entrada de tu casa.

La casa vuelve a la hibernación. Hasta que, poco a poco, se borran las huellas de la partida y entonces se quedan las fotos en el álbum mental de los recuerdos de las visitas que, de cuando en cuando, te devuelven la sonrisa a la cara.





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