El otro día conducía a casa cuando vi al presidente de nuestra comunidad/alcalde andando presumiblemente hacia la estación de tren. No es la primera vez que le veo en el tren: de hecho, le vi la mañana después de que ganara las elecciones: fue casi una reacción instintiva: esa cara, ¿dónde la he visto? ah, sí: pero si es nuestro nuevo alcalde: felicidades. Después de aquella ocasión, además de el tren, hemos coincidido en eventos escolares
Así, cuando le vi andar, pensé por un momento en ofrecerme a llevarle en coche, pero el semáforo se puso en verde y entré en una vía sin posibilidad de retroceso. De todos modos, sé que no lo hubiera aceptado. No por miedo a un ataque, sino porque hubiese sido un privilegio impermisible. Aunque no me hubiera visto nunca, tampoco hubiese sido extraño, los políticos en Dinamarca- la mayoría, con marcadas e interesantes excepciones- están cerca de la gente.
No se me olvidará el día que vi a la vicepresidenta del gobierno haciendo cola en una tienda normalísima de ropa. Sin guardaespaldas visible, sin coche mal aparcado en la puerta (en un carril bus, por ejemplo; es más: estoy casi segura de que iba o en bici o en transporte público). Sin nadie que le colara por tener el puesto que tenía- y nótese que no digo por ser quien era. Porque esa extraña mezcla de ser por donde estás, es algo que en Dinamarca está mucho menos aceptado que en España, por ejemplo- pero seguramente más de lo que se cree o admite públicamente: jerarquías haberlas haylas.
Pero en fin: ese día, creo, me hice danesa. O también.
Pero eso fue antes. Antes de renunciar de nuevo a mi recién adquirida identidad colectiva. Antes de que se pusieran feas las cosas- el auge de un nacionalismo descarnado, brutal, racista, me alteró los niveles de etnicidad.
Creo que estoy a punto de pasar una fase que desconocía: la pubertad de la etnicidad. Si soy danesa o no y hasta qué punto es algo que baila como el botafumeiro. Y esto me hace pensar en mi forma de percibir mi propia etnicidad y que va de la mano del ius sanguis que es cántico de aquellos descarnados de los que hablo arriba: es decir, que sólo tienes derecho a ser danés si tus antepasados más lejanos tallaron las piedras neolíticas que hoy reposan en campos locales.
Me he dado cuenta de que percibo mi (¿segunda?) etnicidad como un peluquín: una identidad de quita y pon: provisional, falsa, prestada, dependiente de la autoridad que posee la gracia de concedérmela/retirármela, y también, antojosa: que yo puedo elegir o descartar sin más.
Definir la etnicidad es muy complicado, mucho más que la nacionalidad porque, en primer lugar, no hay una formalización ritualizada como la adquisición del pasaporte que confirma la nacionalidad. La nacionalidad está fuertemente asociada al territorio (aunque no sea la única vía de nacionalización o naturalización)- sin olvidar que hay etnicidades carentes de territorio, como la judía o la gitana.
En segundo lugar, la etnicidad es una categoría subjetiva (para ser X, tienes que sentir que perteneces a tal grupo) pero, al mismo tiempo, tiene que estar legitimado, aunque sea por los pelos, por alguna circunstancia objetiva (mis abuelos nacieron en tal sitio, he vivido tanto tiempo en tal lugar... y una larga ristra de etcéteras): no tendría sentido que yo dijera ser rusa sólo por el hecho de que me guste el ruso. Pero ¿tendría más sentido que dijera que soy italiana porque mi bisabuela era romana?
Y he aquí la siguiente cuestión que confunde, distorsiona y que a ratos es usada como arma de instrumentalización política de consecuencias terribles: la etnia se posee en virtud de la defensa de unos valores que otorgan en exclusiva la identidad colectiva de tal o cual pueblo. Si no eres ateo, por ejemplo, como recién llegado (lo que quiera que eso signifique) no puedes ser holandés, no de verdad. Así, la adaptación de los invitados se mide en términos de su capacidad de camuflaje en aspectos de saliencia cognitiva: es decir: puedes considerarte como integrado si adaptas unas ideas o costumbres que han sido categorizadas como representantes de la etnia/nacionalidad de tal lugar (por confusión de términos). Huelga decir que no hay sobre la faz de la tierra ningún pueblo cuyos legitimados integrantes piensen o actúen de igual manera. En todos los grupos de la tierra se da la feliz heterogeneidad intergrupal.
En realidad, me doy cuenta en esta, que espero que sea el pre-fin de mi pubertad étnicodanesa, de que no es esta identidad mía algo que puedo elegir o no. No es algo de quita y pon- por más que algunos se empeñen: después de 16 años aquí, soy danesa y siempre lo seré. Y que debo cuestionar esta pertenencia tanto o tan poco como cuestiono mi españolidad (huelga decir, también la he cuestionado). Y no porque me encanten las muestras de ausencia jerárquica- esas me gustaron desde siempre, que para mí las personas nunca fueron lugares en cajas establecidas- y el desagrado que me produce el apropiamiento del concepto de identidad danesa que apela a la raza por parte de unos cuantos políticos locales tampoco me aleja de ser danesa- como no aleja a los otros muchos daneses que piensan lo mismo y que siento como mis compañeros de grupo.