En cierta ocasión hablé de los objetos. De lo que se conoce como cultura material: las colecciones de artefactos cargados de significado que, por una parte, construyen la fachada de nuestra realidad en un espacio y tiempo concretos- por otra, le confieren a la vida una identidad estética, funcional, que además y quizá por eso, porque construye identidad, tiene un gran poder emotivo.
El otro día mis adorados Irina y Eugen me mandaron uno de sus paquetes sorpresa; esta vez contenía delicias rumanas, todas ataviadas con etiquetas manuscritas que describían el elemento en cuestión, muchas de ellas recibían la clasificación de comunista: salami comunista, licor comunista... o estos ganchitos, gusanitos o como se quieran llamar, envueltos en una estética inconfundible de la época felizmente pasada de Ceaușescu.
Este objeto, y al fin y al cabo, cualquier comida, forma parte de la cultura material, sostengo improvisadamente, porque al fin y al cabo, la comida no deja de ser una fabricación con características distintivas, estéticas y funcionales, ancladas a un tiempo y un espacio concreto. Y tienen un alto poder evocativo, porque no iba a ser Proust el único que chorreara recuerdos con la mera chispa de una magdalena mojada en el té.
Los objetos que componen la cultura material, confieren existencia a una estética definitoria y constructora de realidades aquí y ahora, son el escenario en el que nos movemos y en el que somos quienes somos. Porque no es lo mismo lavar en el río que meter la ropa en una lavadora; no es lo mismo curtir las pieles con lascas talladas por uno mismo que comprarse ropa en una tienda. Somos (también) lo que hacemos. Y lo que hacemos está mediado por objetos. Y basta mirar a nuestro alrededor para convertirnos en arqueólogos de nuestro presente y nuestro espacio. Nuestras vidas son museos vivientes.
A veces lo pienso: llegará un día en que, si no lo remediamos dando saltos por el Universo hasta dar con otro entorno habitable, el sol abrase todos esos preciados objetos. Bueno, podría ser que los abrasemos nosotros mismos, que con esta estupidez planetaria que nos asola, no sería de extrañar que le ahorráramos el trabajo a nuestra estrella.
Pero en cualquier caso, aunque se borren del Universo las bolsas de gusanitos comunistas, los pupitres de colegio, las lavadoras o los sofás de los setentas; Por mucho que se quemen todos los ejemplares de En Buscar el tiempo perdido, por siempre jamás habrá sido escrito y se quedará en las muescas de lo ocurrido: no hay explosión solar que destruya el pasado, ese no nos lo quita nadie.