Los venecianos han dicho basta: recientemente se han lanzado a las calles para protestar contra la masiva invasión turística que ahoga literalmente su ciudad. Se han rebelado para reclamar el espacio público que les pertenece.
Cabe preguntarse: ¿de quién es el espacio? ¿es que acaso le pertenece a alguien? De acuerdo, pero sólo a medias, con la objeción. Una ciudad, ¿a quién debe servir? ¿Al turista fugaz o a quien guarda sus recuerdos en las esquinas de las calles? ¿Al turista fugaz o a quien surca a diario sobre el suelo hilos invisibles desde su casa a su trabajo? Visitors welcome. Arrasators, no tanto. (Esta es mi opinión personal)
Estoy segura de que muchos habitantes de las ciudades visitadas del mundo no sólo se han solidarizado mentalmente con los venecianos, sino que han sentido un picorcillo copiota- quizá esto siente precedente y se repitan las concentraciones en otros lugares.
¿De qué os quejáis, si vivís de ello? Es tentador pensar esto, ¿verdad? Pero lo cierto es que el cuento no es exactamente así de sencillo- como nada lo es, por más que P. Coelho y sus secuaces pretendan hacernos creer con sabidurías contenibles en un post-it.
Cierto: el turismo es una fuente de ingresos- saquémosle la pasta a los turistos, que para eso están: cobremos por todo. Que con ese dinero haremos los hospitales que nos faltan y así podremos dar un mejor servicio a nuestros ciudadanos.
Pero no, por desgracia no es necesariamente así- no hace falta que diga que la pasta que se dejan (nos dejamos) los guiris, no va a parar necesariamente al bienestar de los ciudadanos. Podría ahondar en esto, pero no es este el derrotero que quiero tomar: como fuere, el hecho de que el recurso de la atracción turística sea una magnífica fuente de ingresos (para quien sea y con el fin que sea) no significa que deba llevarse a cabo con la voracidad fagocitadora de las hordas tal como las conocemos hoy allá donde llegue guayan-er o los barcos cruceros grandes, enormes.
Quienquiera que haya estado en Venecia, Barcelona, Roma... en julio (a buen seguro, en cualquier otro mes), sabrá de qué nivel de atoramiento humano(ide?) hablamos: nivel me ahogo.
Esta foto corresponde a la Fontana di Trevi: una pesadilla hecha fuente. Yo la prefiero con un gatito y de noche. Y los romanos, seguro, también. El megaloturismo es una invasión abrasiva, es la perversión de las esencias. Lo que era una fuente mágica se convierte en un lugar sórdido, apestoso, vulgar y sobretodo: intransitable, inhabitable.
El megaloturismo es una gentrificación en toda regla: es más: yo me atrevería a añadir que es la gentrificación más cáustica de nuestros tiempos.
Además de la invasión física del espacio público, el encarecimiento general del coste de vida, dada la tendencia del turista a no criticar los precios, las hordas provocan también un borrado simbólico de las particularidades culturales del destino: que levante la mano quien no se haya percatado de la homogeneización de las ciudades europeas- pero en especial las que son destino turístico: calles con las tiendas estándar, los restaurantes estándar...
La gran pregunta es: ¿para qué?
El turismo genera actividad económica- pero lo hace de tal manera que acaba usurpando el espacio público de quienes, supuestamente, se benefician de la actividad.
El turismo genera visitas interplanetarias que contribuyen al conocimiento de otras culturas, otras gentes, favoreciendo así el entendimiento entre los pueblos. Pues creo que no: Si el atilismo industrializado provoca la homogeneización de las ciudades, convierte al planeta en un no-lugar, es porque el turista no está interesado en experimentar el placer de la confusión de un mundo extraño.
En realidad no quieren viajar: el turista busca sentirse como en casa (y por eso florecen las calles inditex, amablemente reconocibles, repletas también de vendedores de comida estandarizada (incluso los platillos locales son fagocitados por este afán conformista, capaz de convertir lo exótico en vulgar). Y, claro, consumir pines en un los mapas de lo "de obligada visita". Coleccionismo puro y duro. Las insignes ciudades guardan en sí unos hilos invisibles que unen los monumentos o emplazamientos célebres: esos hilos están escritos en las guías turísticas. No quiere decir que carezcan de importancia, claro que la tienen.
Tampoco quiero ser injusta: claro que hay interés genuino- en algunos casos. Compréndase que estoy hablando de volumen- y, no es por ser pesimista, pero me resulta difícil cuadrar ese interés desmesurado por el arte o la historia en el contexto sociohumano presente.
¿Pa qué? El resultado de este frenesí es un desplazamiento de los ciudadanos y de las particularidades locales en pos de una cómoda y preocupantemente veloz estandarización que traerá unos beneficios económicos que quién sabe a dónde van a parar, pero que son de difícil disfrute para quien respira la ciudad día a día. El resultado es un vaciamiento del espacio público, de la cultura, de la diversidad, es otro sinsentido más.
¿Qué hacer? -más bien qué no hacer: no untar a las compañías aéreas para que desembarquen hordas (o bolsillos, más bien), no empecinarse en una avaricia pantagruélica que se nos acaba comiendo las entrañas, los cuadros, los monumentos y las esquinas de nuestras calles con sus significados.
Y mientras, educar en el respeto, en la verdadera y apasionante aventura de zambullirse en mundos extraños, pero sin chillar, sin dejar botellas de plástico o batines de visita eclesiástica tirados por las hermosas calles. Y por encima de todo: educar en valorar la diversidad: la fascinancia de la alteridad, de lo raro, de lo ajeno.
ps. Después de haber escrito este post, he leído este artículo en el periódico, donde se habla de la proliferación de los apartamentos de supuesta economía colaborativa- pero que de colaborativa no tiene nada: negocio sin garantías, sin concierto y que, de hecho, desplaza a los propios habitantes de las ciudades turísticas de las viviendas... en el barrio gótico de Barcelona hay el doble de plazas turísticas que de residentes: gentrificación en toda regla.