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Anatomía de una costumbre



Me encantan los perros pero para mi gran y creciente tristeza, no puedo tener el mío propio. Así que me conformo con las migajas de los préstamos, más o menos fugaces: conozco los nombres de todos los perros (que se han dejado) de mi vecindario: Saki (gran nombre), Sussie, Sally... y ellos, a cambio, conocen mi costumbre de no salir de casa sin galletitas bajo ningún concepto y de compartirlas con alegría.

A pesar de que los dueños de esos perros microprestados son muy afables, y que hay honrosísimas excepciones, por supuesto, no ha sido fácil- establecer contacto con los canes en Dinamarca no es tan sencillo como en España: la posibilidad de un jarro de agua fría como respuesta a un intento de carantoña, tanto por parte del dueño como del propio animal es más alta en tierras del norte. Fue uno de mis grandes choques culturales. Alguna vez me había pasado de soslayo el pensamiento del paralelismo entre la distancia interpersonal humana en la esfera canina. Pero no había llevado más allá mi reflexión. Tengo que aclarar que esta observación se circunscribe en un entorno muy concreto de Dinamarca- la región de Nordsjælland. Será distinto, a buen seguro, en entornos rurales y habrá un millón de matices dependiendo del entorno social del que se trate. Pero baste decir que esta frialdad en la acogida de la carantoña del extraño es más frecuente en este entorno que en el que conozco en España (también urbano).


Ayer llevé al cole canino a Buster: es mi perro más prestado (y adorado) porque a él tengo la suerte de poder cuidarle a diario.

Y de golpe, lo comprendí todo: No sólo entendí la gelidez con que se acogen mis tentativas de cariñito gratuito a los perros de los extraños: me pareció un ejemplo meridiano de reproducción social: o de cómo una costumbre (hábito, habitus) se perpetúa- y en concreto, uno de los lugares de perpetuación de la costumbre, el hábito (y el pensamiento colectivo, la forma colectiva de entender el mundo y las relaciones) es la escuela.

Acudir a esta clase fue como ir a una lección de anatomía: presencié, con mis propios ojos, la forja de una costumbre colectiva.


Puesto que Buster es prestado, era mi primera vez en aquél cole de cómo ser perro y, de paso, cómo ser dueño de perro. Para colmo, soy extranjera. Así que rompí varias de las reglas no escritas sobre cómo ser un perro y un dueño de perro: dejé que Buster husmeara a los otros nerviosos alumnos. La reprimenda no se hizo esperar: vamos, me llevé un rapapolvo de mucho cuidado. Aquí se viene a aprender- dijeron con gran agriedad las duras institutrices- como cuando vas al trabajo: no vas a hablar con la gente, sino a trabajar.

Oops.

Y el transcurso de la lección, que me tomé como una experiencia etnográfica, se reforzaba con discurso y acciones de repetición la machacona idea del perro aislado del mundo, existente sólo para su dueño. En la sesión, varios de los ejercicios consistían en aprender a ignorar a otros perros y personas.

De esta forma se legitima y se perpetua esa forma de entender las relaciones con los demás. De esta forma se legitima y enseña lo que significa ser un buen dueño de un perro.

Así que asistí al proceso de asentamiento de un hábito, de un comportamiento colectivo. Detrás de este comportamiento, de esta costumbre, hay, por supuesto una forma de pensar, unos principios. Indagar en estos pensamientos colectivos es un poco más complicado que un mero proceso de transferencia de una costumbre- y en realidad es más interesante aún, responde los porqués. ¿Porqué lo aceptan, qué pensamiento hay detrás?


Insisto: evidentemente, no todos los dueños de perros (residentes en Dinamarca) siguen estos preceptos, pero acercarse a un perro desconocido es percibido, en general, como una osadía, un acto excéntrico que yo me permito en mi libertad migrante- yo, como soy de fuera...








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