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Soledad


Pocos días después de haberme mudado a Dinamarca, paseaba por mi recién adquirido pueblo cuando vi un árbol: no recuerdo cuál era, pero sí que le puse nombre y apellidos mentalmente. ¡Horror! Aquél conocimiento botánico se había desvanecido como por arte de magia: ¿de qué me servía ahora saberme todos los nombres españoles de árboles y plantas ibéricos? Sentí como si se me hubieran fumado la falda: flops. Como en esos sueños en los que de pronto te das cuenta de que estás en pijama en una fiesta.

Y con los días fui perdiendo más y más prendas: mis conocimientos, mi pedantismo verbal, se fueron evaporado como si estuviera jugando un strip poker.

Además de todas las cosas en las que se apoyaba mi mundo estaban las personas: fue como si le hubieran robado los electrones a mis átomos. Flop.



Ángel me dijo que al poco tiempo de instalarse en Dinamarca sintió la soledad tremenda que, en realidad, afecta a todo migrante que se precie- por lo menos durante un tiempo.

Algunas veces uno se siente un poco un Amundsen, solo en medio de un desierto de hielo.

Yo no había identificado esa aplastante parte de mi desnudez inicial: me habían robado a mis satélites de personas, esas personas que le dan estructura a tu mundo, que le dan color y hasta melodía. Cierto es que rápidamente uno se construye electrones nuevos, en algunos lugares mejor que en otros, en algunos lugares más cercanos que en otros- pero uno no deja de echar de menos a los electrones que se quedaron. Ahora, recién retornada de un mes de cercanía humana, vuelvo a sentir el zumbido de esa soledad implacable.


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