Cuando veo esta imagen del brillante fotógrafo Íñigo de Amescua, se despliega ante mí el universo de estas personas.
No puedo permitirme un juicio de valor sobre ellas porque no las conozco, así que me abstendré de ponerles signos (si son buenas o malas o todo lo contrario) y me centraré en todo lo que me cuenta esta poderosa fotografía.
Reconozco el entorno y me imagino de dónde salen, qué acaban de hacer. Es más, con la imaginación puedo palpar lo que llevan en los bolsillos, en el bolso. Incluso puedo palpar el recibidor de su casa y el cajón de sus mesillas de noche.
Sabría qué caminos evitar al andar una conversación sin ánimo de ofensas.
Claro es que podría equivocarme, pero tengo en mi haber una infinidad de detalles del lenguaje simbólico colectivo, esa información que acumulamos desde la infancia y que nos permite leer una escena más allá de sus epítetos. Esos secretos que llevan en los bolsillos me los gritan sus vestidos, sus collares de perlas, su peinado de peluquería semanal. Me los grita el lugar. Si me pusieran delante una escena vietnamita, dudaría hasta de cómo interpretar la sonrisa de sus personajes.
Leer esta foto es emitir un prejuicio, sí, como los millones que emitimos sobre nuestro mundo a diario -vuelvo a mencionar a Hume: sin la posibilidad de usar la información acumulada, si tuviéramos que cuestionarlo todo, no podríamos dar un paso, porque sería una tarea hercúlea hasta demostrar que el suelo existe.
El antropólogo, como he dicho alguna vez antes, es un voyeur, un mirón profesional: mira, anota. Pero no se deja llevar por las apariencias: pregunta, requetepregunta, mira cifras y datos, vuelve a mirar y a preguntar: y ante todo, tiene extremo cuidado de no juzgar a las personas en tanto que miembros de un colectivo.
La cuestión es no dejar que el conocimiento del contexto, ese que nos permite adivinar lo que llevan los personajes de la foto en los bolsillos, nos turbe el juicio y nos convierta en verdugos de colectivos enteros.