Estoy estudiando el examen que, llegadas las condiciones apetecidas, me permita (ob)tener (también) la nacionalidad danesa.
El principio en sí de que me tenga que estudiar un tocho para eso me molesta. Y no porque no tenga interés ni admiración por (algunos aspectos de) este que es, de hecho, mi neopaís y en el que me siento como pez en el agua (lo del agua sobre todo).
Me molesta porque en realidad este examen no es más que una forma de marcar precisamente la IM-pertenencia (y es, de paso, una impertinencia repleta de mensajes subliminales que me tengo que comer con patatas sólo por el hecho de mi extranjeridad, por lo visto, crónica).
Pero toca. Pues ya está.
Lo que no sé bien es si no se habrán confundido y habrán mezclado algún panfleto cuchufleto con el manual para ganar las 15 preguntas del ¿Quién quiere ser millonario? - aunque más me vale darme prisa en presentarme, porque mi memoria no tiene ganas de guardar el trivia que puebla las páginas (casi me dan ganas de escribirlo sin acento) del supuesto acceso a la danesidad: está densamente poblado de cifras y datos, como los catálogos de turismo que creen que apreciar Roma consiste en saberse las alturas y los pesos de los monumentos.
El sentimiento de identificación con mi neopaís no necesita de pasaportes ni documentos, sino de amigos y cariños varios, rayos de sol perpendiculares, de demostraciones democráticas como la separación efectiva de los poderes; y mis derechos como ciudadana danesa deberían seguirse de todos los (tantísimos) pasos que mis pies han dado sobre estas tierras. Y no de un absurdo examen de concurso barato.
En fin. Me voy a seguir estudiando a la reina. Apasionante.