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De dietas y evoluciones


La semana pasada leí un artículo sobre un asombroso descubrimiento: nuestros perfiles genéticos están adaptados al medio en el que habitamos. Me hubiera gustado poder leer el informe que, según el artículo, concluye esto en líneas generales, pero el periodista no lo cita y la mención a uno de sus coautores del estudio tampoco conduce a la fuente del artículo. Como este artículo tampoco estaba bien formulado, dejaré al pecador en el anonimato y me remitiré a usarlo como pretexto para hablar del más común de los errores en el entendimiento del evolucionismo y de paso, para explicar las dos grandes corrientes antropológicas que responden de forma diversa a la pregunta de por qué comemos lo que comemos.


I. Lamarck: la función crea el órgano.

Por desgracia y por alguna razón (que me gustaría atribuir a Aristóteles, pero sospecho que hay otros motivos) la versión del evolucionismo que ha quedado en el pensamiento colectivo (folk) ha sido la presentada por Lamarck: los logros evolutivos son anteriores al propio cambio: la función crea el órgano. ¿Hace falta procesar lípidos de procedencia vegetal porque es lo que hay en el entorno? ¡Pues no se hable más!. Como si la evolución fuese una cuestión de perfeccionamiento consciente y dirigido de mecanismos- con un telos, con una conciencia.

Tomemos como ejemplo el cuello de las jirafas. Su longitud les confiere una ventaja evolutiva en un hábitat concreto (acacias con hojas a gran altura nutritivas para ellas, las jirafas).

Esto, que es un hecho, puede formularse de dos maneras: para sobrevivir, las jirafas desarrollaron largos cuellos para alcanzar las hojas de las encinas a las que otras especies no llegaban.

Repárese en el uso de la palabra para. Es como si las jirafas, voluntariamente, hubiesen estirado los cuellos de sus retoños sabiendo que esto les permitiría comer allí donde otros no llegaban. En esta formulación cabe también que no fueran las propias jirafas, sino la naturaleza u otros agentes los que alargaran el cuello de las jirafas. Pero viene a ser lo mismo.



La segunda formulación, alejada de Lamarck, diría: las mutaciones genéticas aleatorias confirieron a algún(os) individuo(s) de la especie un cuello más largo, de forma que este (os) individuo(s) tuvo/ieron más posibilidades de sobrevivir en un hábitat concreto, de acacias con hojas a gran altura. Este cambio en principio azaroso, dio una ventaja a estos individuos (al tener más alimento a su disposición) sobre aquellos individuos con el cuello más corto- y así esta característica se perpetuó en la especie. La selección natural en realidad escribe la historia de dos perfectos desconocidos (la mutación casual que provoca un alargamiento del cuello y las hojas altas de la acacia) que se encuentran y triunfan (sobreviven a otros individuos con características menos ventajosas).


II. Dieta: ¿porqué comemos lo que comemos? (Bueno para pensar, bueno para comer)

El artículo en cuestión habla del descubrimiento de la disposición genética para procesar grasas de origen vegetal o animal de poblaciones establecidas en hábitats con mayor abundancia de unas u otras. (¿Hmm. ¿Y?) Supongo que el estudio en sí tendrá interés por detalles no descritos en el artículo.

Esto me lleva a una vieja discusión antropológica de por qué comemos lo que comemos - o no comemos lo que no comemos.

Las dos posturas esenciales se resumen en el "bueno para pensar" de Levi-Strauss y el "bueno para comer" de Marvin Harris- en una de sus arrogantes jocosidades (por cierto).


La propuesta estructuralista de Levi-Strauss se podría resumir (versión ultra thin, claro) en que comemos lo que nos han enseñado a comer: hay cosas que sí y cosas que no se comen. Contaba alguien la anécdota de que durante una guerra, la gente era capaz de llevarse a la boca cáscaras de naranja, mientras las cigüeñas vivían a sus anchas, porque las cigüeñas no se comen.

La dieta no sólo tiene que ver con esa realidad que es el cuerpo objetivizado, la dieta es también un elemento culturizador (como dijera Simmel), la dieta es un magnífico marcador de identidad, de exclusión, pero también de inclusión. La dieta es parte de nuestro universo simbólico, tan real como los millones que se ganan haciendo jamones ibéricos de bellota. Y que desempeña un papel tan importante como el de hacernos sentir miembros de un grupo, algo inherente y fundamental al ser humano.


La postura del materialismo cultural de Marvin Harris es que las dietas del mundo están condicionadas por sus hábitat particulares. Algo que parece tener sentido, pero tomado en sentido literal, y con poco pensar es un poco perogrullesco; comemos lo que comemos, porque es lo que hay. Pero claro, hay más; por poner un ejemplo, Harris postulaba que la prohibición del consumo de cerdo tanto para judíos como para musulmanes se debía a la incapacidad de los cerdos para sudar: así que producir cerdos en Oriente medio no era rentable ni conveniente, y por ello (y no por razones religiosas) su consumo estaba vetado. Razonable. A buen seguro Harris no ignoraba el hecho de que hay judíos y musulmanes por todo el planeta, con variable rentabilidad del cerdo ... pero más allá de de si nuestro acervo genético local viaja en una más o menos ralentizada sintonía con la presencia de lípidos de origen vegetal o animal, está la interesante cuestión de que la principal ventaja evolutiva del hombre frente a otras especies es la cultura: el artefacto, el artificio y, no menos, la adscripción o sentirse miembro de un grupo con el que uno se identifica.

Pero no hay que olvidar que esa habilidad creativa alberga en sí una capacidad constructiva, pero también una potencialidad destructiva de la que la humanidad hace uso excelso- el desenlace no lo sabremos hasta el último capítulo y yo, sincerísimamente, espero no estar aquí para leerlo.







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