No puedo imaginarme un dolor más grande que el que estarán pasando los familiares y amigos de las personas que iban en ese avión. Ni un horror más grande que el que sufrieron ellos mismos.
También pienso en el miedo de quienes tengan que subirse a un avión estos días. Estos trágicos epidodios despiertan ese miedo irracional (o no tanto) a subirse a las alturas.
Quienes vivimos entre dos mundos, a menudo volamos porque no nos queda otro remedio: es parte del precio que tenemos que pagar por estar lejos. Si yo pudiese elegir, viajaría en tren. Más ecológico, lúdico, tranquilo. Menos seguro, menos económico, sí.
Pero los que vivimos lejos no podemos elegir, nos toca volar y quienes lo sufrimos, nos toca tragarnos el pánico aéreo.
En mi caso, quizá porque he vivido desde siempre en un mundo de aviación, siempre elijo compañía tradicional. Prefiero pagar más y saber que quienes trabajan en esa compañía lo hacen en unas condiciones mejores (ya, ya sé, compañeros... pero pienso en los que están contratados desde Gibraltar, por ejemplo), que los controles son más exhaustivos, que no se andan redondeando cifras cuando se habla de seguridad (por ejemplo, la distancia entre asientos en los de emergencia de las lowcost da bastante miedo. Si tenemos que salir todos por ahí, lo llevamos claro. Y si escatiman hasta esos 30 centímetros, qué no escatimarán). Mis compañeros mecánicos contaban historias para no dormir de las lowcost. Amigos controladores contaban ya antes de esos aterrizajes de emergencia de aquello de "déjame aterrizar, que se me acaba el combustible". En la pista, los antiguos follow-me contaban cómo los pilotos de tal compañía (que antes era seria) apenas necesitaban guía, porque clavaban el avión hasta el milímetro.
Además de la seguridad, es evidente que una aceituna de más o de menos, o que te den café gratis en el vuelo, no es lo que importa, ni lo que rebaja el precio del billete de tal forma: a pesar de que la normativa es igual para todo el mundo y se supone que todas las compañías deben cumplirla, en el propio aeropuerto yo misma veía cómo otras compañías se pasaban las normas IATA por donde mejor les venía, despojando a sus pasajeros de los derechos fundamentales. Lo que cuesta que una de estas compañías te paguen el hotel que te toca cuando te dejan tirado, por no hablar de las indemnizaciones fantasma que nunca llegan a los bolsillos de los viajeros, a pesar de corresponderles en toda regla.
He dicho elijo, pero es más bien elegía, porque ahora desde Copenhague a Madrid solo vuelan low-cost. Así que la próxima vez que vaya tendré que hacer uso de mis estrategias de supervivencia al pánico en vuelo.
Llevo volando desde que era un bebé y nunca que había dado miedo, hasta que de pronto, un día en mis 30s me empezó a dar no miedo, pánico.
Supongo que quien sepa de qué hablo, le pasa como a mí: las estadísticas de nada me sirven. Si te toca, te ha tocado. Y aunque es altamente improbable y cada vez hay más medios y blablabla, hay algo con eso de estar colgado por encima de las nubes (o peor aún: subir a o bajar de las nubes): es que si pasa, pasa. Y que no tienes el más mínimo control sobre lo que suceda. Es quizá por eso que el pánico es ciego y que no atiende a razones- estadística, el piloto también aprecia su vida, etc etc. Saber cosas tampoco me ayuda, más bien al contrario. Saber que son altamente improbables no elimina de mi mente idea de posibilidad de que ocurran, de hecho, nutren mis aterrorizadoras fantasías.
Que el miedo a volar sea irracional es algo relativo. Porque aunque haya mil razones para no tener miedo, hay otras tantas para tenerlo. Y no me sirve de gran cosa pensar que la culpa de tener miedo la tengo yo. Me ayuda intentar comprender por qué lo tengo y saber qué puedo hacer con ese miedo.
El miedo es un mecanismo evolutivo: nos ayuda a evitar peligros, nos ayuda a sobrevivir. Es cuando no nos ayuda a sobrevivir, cuando no podemos usar ese miedo para nada, que se convierte en un obstáculo.
Punto número uno: el miedo a volar no me ayuda. Porque si pudiera evitar volar, lo haría, pero no puedo. Así que ahora que sé que no me ayuda, tengo que hacer algo para controlar una emoción que se vuelve en mi contra.
En mi caso, además de aquello de respirar hondo, intentar relajarse (sí, claro, como si fuera tan fácil) hago uso de dos estrategias:
Una es hablar con quien tenga a mi lado y no mirar por la ventanilla. Ni caso. Qué bonitas las casitas, sí, y mira qué pequeñas, pero no, no quiero verlo. Y aunque normalmente he tenido la suerte de encontrarme con gente estupenda en los aviones (y algunas veces hasta gente extraordinaria que llegan a convertirse en uno de tus mejores amigos), daría igual si tuviera a mi lado al ser más despreciable del planeta: hablaría, dejaría que mis palabras y las suyas fluyeran como un líquido que cae simplemente porque está en una pendiente.
La otra y aún más eficaz estrategia es visualizar el momento en el que salgo por la puerta de la sala de llegadas con mis maletas.
Obligo a mi mente a saltarse las múltiples imágenes desagradables (o terroríficas) de todo lo que puede ocurrir - y que por suerte no ocurre apenas nunca.
Espero que estas pistas te sirvan para algo si compartes mi pánico aéreo.