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Identidades (¿Tú quién eres?)

Los humanos necesitamos definirnos, saber quiénes somos. La identidad es algo muy complejo. Es multifacética y dinámica, cambia constantemente, pero tiende a entenderse como una esencia, lo cual impide el entendimiento de los fenómenos que la rodean. La pregunta de ¿Quién soy yo? se torna aún más relevante cuando se cambia bruscamente de cultura, donde el migrante no sólo se descentra, sino que desciende (de categoría) paradójicamente, a ambos lados de la frontera.

Ya he hablado antes de cómo la identidad es algo afortunadamente cambiante, las personas no son de una forma u otra permanentemente, en todas las circunstancias; no se trata de una esencia inamovible.

Claro que no es sencillo resolverlo en una frase. Descartes hablaba de la esencia de las cosas tomando el ejemplo de la cera de una vela. Decía que la cera era cera aunque al calentarse perdiera su brillo, su solidez o su olor. Lo mismo ocurre con las personas: yo no dejo de ser yo, porque hable más o menos vehementemente sobre el devenir político de nuestros tiempos. En mi ser-yo caben tanto leer libros pedantes de cine como hacer ganchillo, cabe una generosidad enorme y una mezquindad infinita. Estas son sólo aparentes contradicciones, fruto de pensar la personalidad como algo continuo, plano, estático e independiente del escenario.

¿Cuándo dejo de ser yo? Me gustaría responder a esta pregunta de una forma sencilla: cuando no me siento como yo.

(Me atrevería a decir que en nuestra cultura, el cuerpo tiene bastante que ver con la identidad individual y que se permiten cambios en éste pero dentro de unos límites- véanse las críticas que reciben las actrices cuando modifican sus rostros mediante cirujía estética. O el efecto que tiene el cambio de complexión en la percepción de las personas: no parece el mismo desde que engordó tanto o temas similares ( esto es un aventuramiento apresurado que podría justificar largamente, pero no quiero aburrir; quiero aclarar que no pienso que esto sea negativo, en absoluto)

Pero aquí no quiero referirme tanto a los aspectos psicológicos de la personalidad, como a los aspectos de la identidad colectiva aunque por supuesto sea imposible disociar ambas capas de la identidad en las personas. la identidad colectiva está relacionada con los grupos a los que nos sentimos pertenecientes y a través de los que nos definimos.

Resulta difícil, en contra de lo que pueda parecer, definir cuándo se tiene derecho a pertenecer a un grupo y cuándo no, en especial cuando nos referimos a un grupo étnico.

La etnia- y sí, español, catalán, andaluz, euskaldún, gallego, son etnias- exige unas atribuciones que de alguna manera tienen que justificar la pertenencia al grupo. Uno no puede decir que es ruso sin algún elemento que objetivice tal afirmación. Que ha nacido, vivido, que sus abuelos han sido, etc.

Pero no hay que olvidar que la etnicidad es, ante todo, una cuestión subjetiva: el sentimiento de pertenencia es fundamental, es requisito imprescindible. Aun cuando los elementos de inclusión sean articulados de una forma extremadamente compleja, y estén sujetos a una arbitrariedad insospechada.

(Por ejemplo, mírese la comunidad turca en Dinamarca: existen inmigrantes de tercera generación (es decir, ellos, sus padres y sus abuelos nacieron en Dinamarca, pero no por ello son automáticamente daneses- esto alude a la nacionalidad; en Dinamarca ésta no se adquiere por nacimiento en el territorio- pero lo que produce es que ellos mismos no se sientan incluídos entre los daneses, y por tanto, no desarrollen un sentimiento de pertenencia étnica danesa y se autodenominan turcos, que es no solo lo que dice su pasaporte, sino lo que dice su corazón. Y sin embargo, por contraste, existen comunidades danesas en distintos lugares del mundo (como Tandil, en Argentina), formadas por descendientes de daneses que han mantenido las tradiciones de sus antepasados y que se sienten daneses, en pleno derecho.

Con esto lo que quiero es subrayar la fluidez del concepto de pertenencia y cómo puede estar sujeto a criterios muy variopintos. Los criterios de españolidad no son menos pintorescos que estos expuestos aquí)

En todo caso, este sentimiento de pertenencia es parte fundamental de nuestra identidad. Yo soy madileña/catalana/valenciana/euskaldún... decimos. Y el nombre de nuestro grupo está cargado de significado identitario. De forma que decir: yo soy madrileña, significa, no tanto que nací o viví en Madrid, como que soy de tal o cual manera.

Ya hemos hablado antes de la confusión entre nacionalidades o etnias y personalidades. Esto es así porque se confunden modos de proceder con personalidades.

La etnia funciona como un elemento atractor y provoca, en cierta medida, que aceptemos un código colectivo de modos de proceder. Un ejemplo podrían ser las prohibiciones e incluso las costumbres alimenticias (como soy judío, no como cerdo. Pero también: al no comer cerdo, me reafirmo en mi identidad judía; o como soy español, como a las tres de la tarde y también: como a las tres de la tarde para reafirmar mi identidad española)

Por supuesto, la identidad que nos confiere nuestra cultura es difícil de disociar de otras capas de nuestra identidad. Pero cuando nos mudamos a otro país, cultura, o un cambio de región, de ciudad o al pasar de un entorno urbano a uno rural y viceversa, esta identidad se ve retada. La pregunta de ¿Quién soy yo? cobra especial relevancia para el migrante.

En una primera fase, el migrante se siente, extrañamente, como un "otro", de pronto uno mismo forma parte una minoría étnica. ¡De pronto la españolidad es una etnia! Y este abandono del centro hace que el migrante empiece a extrañarse ante sus propias costumbres, aquellas cosas que antes del viaje eran asumidas e incuestionables, son ahora objeto de autocrítica. Es más: el migrante aprende mucho de su propia cultura al ponerla al contraluz del contraste cultural.

(Por ejemplo, al observar cómo se comportan los niños en un parque, me di cuenta de cómo en España (o en la que conozco) se educa a los niños en el valor de compartir: cuando una niña o un niño está en un columpio y llega otra/o, en seguida los padres del columpiante le conminan a dejar el columpio a la niña/o que acaban de llegar. Con ciertos límites, por supuesto. Pero en general, la consigna es: hay que compartir.

En cambio, en los parques daneses, ante la misma situación, la consigna es, en general, y en el entorno que conozco: lo está usando ella/él, es su derecho. Los niños aprenden a no reclamar lo que está ya ocupado.

Huelga decir que, independientemente de mis preferencias personales, o culturales, ambas consignas/valores son igualmente loables, porque ambas son enseñanzas de respeto, fundamentales para la convivencia)

Para ilustrar mejor los aspectos de la colisión de identidad étnica, podemos hablar de elementos muy concretos en torno a los que se articula dicha identidad, como el lenguaje, la comida, las costumbres, la manera de entender el trabajo, las jerarquías, la ciencia y dentro de la ciencia, la medicina, la educación.

Tomemos como ejemplo el cambio de lenguaje. Es un vehículo de nuestra personalidad, aunque lleguemos a dominar relativamente el nuevo idioma, no podremos expresarnos de la misma manera, porque cada idioma tiene su tono expresivo, permite unos giros, unos matices particulares. Es como si fuéramos personas distintas cuando hablamos el uno y el otro.

Pero el lenguaje, además de comunicar hechos, confiere un estatus: el uso de un determinado acento o de una variabilidad léxica: cuántas palabras manejamos, qué palabras elegimos... como lo llamaba Bourdieu: nuestro capital lingüístico, que nos confiere un estatus social, de pronto se ve reducido notablemente.

Ya he contado que mis conocimientos en materia botánica se fueron al traste cuando me mudé aquí: yo antes sabía de árboles y plantas. Esto fue una de mis primeras concienciaciones de los asaltos a los que había sometido a mi identidad al cambiarme de país.

O el inevitable encontronazo con una forma distinta de entender la medicina, o la educación, o el más básico cambio gastronómico, al tener que adaptar las costumbres tanto horarias como culinarias a la materia prima ofertada y las horas de las comidas en el nuevo país.

El descentrado, este centrifugado al que sometemos a nuestra identidad no solo es traumática por cuanto uno sale de su comodidad, es que el migrante abandona el centro para situarse en la periferia, y, quizá, darse cuenta de que no existe el centro.

En muchas ocasiones, supone también un descenso. De jugar en La LIga a tercera división.

Y uno se encuentra con el fenómeno: pues-no-haber-venido.

Al no considerarse perteneciente a ese grupo humano, se asume que el migrante debe aceptar una caida en el estatus (claro que eso también depende de la dirección de la trayectoria migratoria, en general menos favorecida cuando va de Sur a Norte que en el caso contrario y por supuesto, dependerá también de las condiciones historico-culturales de ambos países o lugares) .

Esta diferenciación no contribuye a la consolidación del sentimiento de pertenencia, pero tarde o temprano, nace el sentirse también del otro país.

Paradójicamente, aunque el estatus de reconocimiento social en el país de origen no sea necesariamente de descenso- puede incluso suceder al contrario, dependiendo de las circunstancias- también se da el fenómeno: pues-no-haberte-ido. Como si uno, por haberse ido, tuviese que aceptar la pérdida de sus derechos, en un principio iguales a todos quienes ostentan el mismo pasaporte. Pero no es, ni mucho menos el caso.

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