En cada una de las dolorosísimas intervenciones quirúrgicas que me han dejado el paladar como un colador con tanto jeringazo se ha repetido la misma escena:
Una vez perpetrada la operación, la enfermera de turno, como si me estuviera proporcionando la droga más peligrosa del mercado, me alargaba con cara solemne una bolsita de plástico con una pastilla de ibuprofeno ¡¡¡¡400!!!!
Yo sonreía (para mis adentros, porque con esas anestesias de caballo intentar sonreir sólo produce una mueca esperpéctica) pensando en el sobre de 600 que llevaba en el bolso para metérmela entre pecho y espalda en cuanto se cerrara la puerta de la clínica. Eso junto a la bolsa de guisantes congelados que me pensaba poner en la cara en menos de cinco minutos para reducir la inflamación.
Una vez conocí un médico-antropólogo africano que hizo su tesis sobre los botiquines que se lleva todo residente en el extranjero. Estudió en París, donde observó que todos sus colegas extranjeros, sin excepción, a regresar de las vacaciones portaban en la maleta su particular colección de medicinas de su país.
Que levante la mano quien no se haya llevado una medicina (o el botiquín entero) en la maleta...
O quien no haya ido a algún médico (dentista, o lo que se quiera) en su lugar de origen (y haya sido tachado de cateto por unos incomprensivos y desaprensivos familiares o amigos, que desconocen la situación de indefensión sanitaria de cualquier migrante de cualquier país, por supuesto.)
Vayamos por partes.
Vamos a desdoblar la medicina en dos hojas:
en una hoja están los hechos.
Cara A: El aziclovir alivia los síntomas del herpes (por ejemplo, labial; administrado dentro de un marco de tiempo adecuado y de forma correcta, si te lo pones en el dedo, claro, no te va a curar el labio.)
El hecho es aplastante y es igual aquí y en la Conchinchina.
Cara B: El aziclovir tiene que ser recetado por un médico, que a su vez necesita autorización (en algún lugar lejano de las partidas presupuestarias, que se traducen en directrices sobre qué se receta y qué no.)
Digamos que cada cultura tiene un catálogo de lo que es considerado enfermedad y lo que no. Del dolor que es soportable y el que no. Una lista de prioridades, de valores que influirán en la decisión de si administrar determinado fármaco o no.
Una vez un médico suecoalemán se escandalizó porque me habían recetado pastillas de aciclovir para un recurrentísimo herpes labial. ¡Pero si son carísimas! - me dijo con los ojos desorbitados. Para recetar eso te tiene que doler muchísimo.
Y a mí me hizo pensar que las cosas no eran tan obvias como: hay remedio- pues aquí lo tienes. En esta cara B caben muchas cosas. Por ejemplo, cómo cada cultura entiende el cuerpo.
El terror a la falta de completud, a la mutilación, no es algo universal. En Occidente el fanatismo de la completud del cuerpo ha pasado hace tiempo los límites de la cordura. Una vez dijo una actriz que en Hollywood (donde se cuecen nuestros modelos) no hay actor que tenga un diente roto o descolocado. La obsesión por la arruga difusa, hasta lo esperpéntico, donde los actores parecen más bien tu vecino con una careta mal hecha. La delgadez femenina, las inexistentes alopecias.
El listado de los dolores aceptables está precedido por el concepto del dolor, el valor del dolor.
Piénsese si no en las categorizaciones de la baja médica. En cómo, además, tal categorización ha sucumbido a unos cambios monstruosos en los últimos años.
En algunos lugares del mundo avanzado, se utilizan toda clase de tretas de lo más sucio para no suministrar epidural a las parturientas. Porque, por una parte, el ahorro (de lo que cuesta un anestesista con su anestesia) es un valor. Si no te ha dolido o no te has sacado la manzana por la nariz, eres menos madre. Y point.
En el dentista te preguntan si quieres anestesia. Pero vamos a ver, oiga, que me va a sacar usted cuatro muelos, ¿cómo no voy a querer anestesia? Y primero te miran y en la frente se les transparentan los pensamientos (aparecen Faemino y Cansado diciendo Anda mira, un cobardica)
y después, con gran solemnidad te comunican el coste de tu falta de valor. Como cuando en un restaurante te preguntan si quieres trufa, que cuesta 548,788 euros.
Pondré otro ejemplo que ilustra cómo las creencias o las premisas, las presunciones (assumptions) son parte inherente a la práctica médica.
En cierto país es bastante común ir al médico con cualquier sintomatología y escuchar la siguiente frase:
Es un virus, nada que podamos hacer.
Esta frase está grabada con cincel en las cabezas de médicos y pacientes.
Normalmente este diagnóstico (por llamarlo de alguna manera) es fruto del descarte. No de un hallazgo positivo (demostrable, refutable).
Y la frase implica estas presunciones:
- Poder hacer algo=administrar fármaco
- Los únicos fármacos existentes son los antibióticos (sí: los retrovirales no entran en el cuadro de los fármacos.. o de los existentes?)
- Tratamiento= fármacos. (Nada de analgésicos, nada de otras medidas, como por ejemplo hidratarse, reposar, evitar tal o cual alimento)
Otro importante aspecto de las creencias o la concepción de la enfermedad es un aspecto fascinante a la par que horripilante: el estigma de la enfermedad, de determinadas enfermedades. Como por ejemplo, en la popularmente conocida como Fatiga Crónica, los enfermos, además de sufrir una merma cruel de sus niveles de energía, tienen que sufrir los comentarios de gente, que incluso sin mala intención consideran que están exagerando o mintiendo. Ser un vago está muy mal visto. Y estar cansado no es una enfermedad. Es ser un vago. Una enfermedad es cuando tienes fiebre (o como mucho, se te ha roto algo). Epilepsia, Hepatitis, por no hablar del SIDA.... enfermedades de raros y pecadores.
En la cara B también están las expectativas, los guiones que hemos aprendido de cómo debe ser una consulta, qué debe hacer un médico. Por ejemplo: si me tiene que explicar qué me pasa- o no me explica nada. Si me tiene que recetar algo o no. Si me tiene que ...
En medicina, como en muchas otras cosas, la confianza es crucial. Pero aquí es especialmente importante, porque no estamos jugando la vida.
- en realidad la confianza en una institución se construye a través de la persona que trabaje en ella, en este caso, en el médico o la médica. Pero también se genera desconfianza cuando alguien se sale de ese guión conocido.
Es como cuando un taxista toma un camino alternativo. Piensas ipso facto que te está timando.
Pues con los médicos y las medicinas igual.
Y es por eso que retornamos a nuestros guiones conocidos y acudimos a los médicos de nuestro lugar de origen y que nos llenamos la maleta de medicinas que acaban caducando en el rincón del armario, pero que siempre hay que tener porque quién sabe cuándo voy a necesitar buscapina (que no he tomado nunca, pero la tengo por si ...)
Tengo que aclarar que, por si alguien lo entiende de otra manera, este post no constituye en ninguna medida una apología del atiborrarse a fármacos. No es, en ninguna de sus formas, un prospecto ni contiene información médica. No explica qué medicinas ni qué cantidades deben administrarse, simplemente relata algunos de los aspectos que contribuyen a que los patrones de consumo farmacológico varíen culturalmente. Y por qué cada uno confía más en sus médicos. Nada más y nada menos.
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